“Escuchando los relatos sentí asco de las acciones que hicimos. ¿Cómo es posible reivindicar ante la humanidad como un hecho válido el cosificar a una persona, convertirla en mercancía en función de financiar un proyecto que reivindica la dignidad, cuando la estábamos pisoteando?”, preguntó con voz grave Rodrigo Londoño, último comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), otrora conocido como ‘Timochenko’.
“Entendemos el dolor que les causamos cuando de manera violenta los arrebatamos de su entorno familiar y social, para llevarlos a campamentos en áreas selváticas, manteniéndolos allí sometidos por medio de la fuerza, aislados del entorno en el que adelantaban sus vidas normales”, lo secundó Julián Gallo, también antiguo dirigente de esa guerrilla bajo el nombre de guerra ‘Carlos Antonio Lozada’. “Venimos a asumir la crueldad que implicó este grave crimen porque fue hacer rehenes a todas las familias”, completó Pastor Álape.
El silencio de hielo en que los escuchaban las víctimas de su crimen más emblemático contrastaba con la luminosidad que se colaba por las lucarnas del auditorio de la Biblioteca Virgilio Barco, un edificio de ladrillo construido por el célebre arquitecto Rogelio Salmona en Bogotá y recién nominado por Colombia para convertirse en Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. En ese mismo mutismo, los acusados –siete integrantes de la cúpula, o ‘Secretariado’, de la extinta guerrilla- escucharon a una treintena de víctimas de secuestro, entre quienes lo vivieron en carne propia y quienes padecieron la ausencia de sus familiares.
Crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad
Era otra escena inédita en Colombia, poco después de que militares reconocieran haber cometido centenares de ejecuciones extrajudiciales. Ahora fueron los más altos cuadros de las antiguas FARC quienes reconocieron públicamente y frente a sus víctimas que dieron las órdenes de secuestrar al menos a 21,396 personas en todo el país entre 1990 y 2015, y que omitieron controlar a sus subordinados, que las sometieron a todo tipo de vejámenes.
En la audiencia pública de tres días, también por vez primera, admitieron con claridad los tratos degradantes que les infligieron y el suplicio que aguantaron sus familias, escuchando finalmente uno de los reclamos más sentidos que venían haciéndoles sus víctimas desde hace dos años y al que ellos, hasta ahora, se habían mantenido impertérritos.
Intercalados entre los relatos de sus víctimas, uno a uno aceptaron que, por haber trazado esa macabra política y por el mando que eligieron no ejercer, eran responsables de crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad, en otro logro tangible para la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y el sistema de justicia transicional nacido tras el acuerdo de paz del Gobierno colombiano con esa guerrilla.
“Nos volvimos poetas del dolor”
Durante tres días fueron recitando los efectos físicos y morales del secuestro a los máximos responsables de su dolor, sentados a pocos metros de distancia. El primer día lo hicieron los políticos, soldados y policías que fueron plagiados buscando presionar un canje por guerrilleros presos. El segundo, quienes fueron secuestrados con la motivación de cobrar un rescate. Y el tercero, quienes lo fueron para mantener el control social de los territorios donde operaban las FARC, obligando a los locales a hacerles trabajos o castigándolos por la sospecha infundada de ser espías.
“Nos volvimos poetas del dolor por la ausencia de hijos, hermanos y esposos”, les dijo Gloria Narváez, cuyo hermano Juan Carlos fue uno de los once diputados del Valle del Cauca secuestrados en 2002 y asesinado cinco años después.
¿Podían creer que, para no perder la cordura en medio del aislamiento forzado, dictaba clase a los árboles en la selva?, les preguntó Óscar Tulio Lizcano, un congresista que estuvo ocho años secuestrado y que termina ahora una tesis doctoral sobre el perdón. ¿Sabían que, tras el plagio del capitán Elkin Rivas, su familia tuvo que cerrar su negocio de calzado?, les interrogó su hermana Edna. ¿Hubo otros políticos que promovieron la idea de que los raptaran?, quiso saber Orlando Beltrán, un líder cafetero y ex congresista del Huila que estuvo secuestrado seis años.
¿Por qué, tras años de extorsiones y el secuestro de su padre, activaron una bomba contra su casa que hirió a su hija?, les interrogó Héctor Mahecha, un pequeño comerciante de Chaparral. ¿Se imaginaban que la Policía les quitó el sueldo de su padre, el agente Víctor Hugo, cuando fue tomado como rehén?, les interrogó Ányela Sierra. ¿Que perdió su trabajo como docente escolar por estar secuestrado y el banco le quitó la casa?, les narró Éibar Meléndez.
“Me gusta este escenario porque está nuestra narrativa”
Una a una, las víctimas les hablaron de los efectos de su cautiverio, desde rupturas familiares y infancias solitarias hasta traumas y quiebras financieras. Entre ellos había políticos, agentes policiales, sindicalistas, empresarios y amas de casa de casi todas las regiones del país. Personas que sobrevivieron el secuestro, esposas, padres, hijos y hermanos de quienes no han regresado, defensores y voces críticas del acuerdo de paz en virtud del cual estaban reunidos allí frente a frente.
Cargando una cadena al cuello, el mayor César Lasso lamentó que le frustraron el sueño de ver crecer a sus tres hijos durante 13 años, incluyendo uno que nació después de su rapto. Los lazos de su familia se rompieron en un 90% tras el secuestro de su padre Juan Antonio, les dijo Diva Cristina Díaz. Danilo Conta, un italiano que perdió su restaurante, les dijo que está “sobreviviendo, esperando morir”.
Gonzalo Botero, un ganadero de Magangué, les contó que le atormentaba que dinero ganado con trabajo arduo y honesto –pagado en su rescate- terminase en las arcas de un grupo criminal. Edward Díaz, cuyo padre Oswaldo sigue desaparecido, anunció una demanda judicial en Estados Unidos aprovechando su doble nacionalidad. El policía Olmes Johan Duque, víctima de violencia sexual durante el cautiverio, les relató que sigue en tratamiento psiquiátrico porque tiene pesadillas y llora. Y el coronel Raimundo Malagón –que pasó dos años amarrado de cuello y pies a dos árboles- reconoció el potencial catártico de la audiencia. “Me gusta este escenario porque está nuestra narrativa”, dijo.
“Esa maldita política del secuestro”
Tras años en que públicamente justificaban el secuestro como arma de guerra y se mofaban de sus víctimas, incluso mientras negociaban la paz, los jerarcas de la guerrilla por fin aceptaron la gravedad no solo de los secuestros, sino de los otros crímenes que les acompañaron, como la tortura, el asesinato o la violencia sexual.
“Soy culpable, individualmente, por la maldita política del secuestro, yo participé en la conferencia donde se aprobó”, dijo el hoy senador Julián Gallo. Rodrigo Londoño habló de su “insensibilidad humana” y “salvajidades”, Pastor Álape del “manto de oscuridad” y “vejámenes”. “Pasamos niveles de inhumanidad”, resumió Jaime Parra.
Varias de sus posturas supusieron un giro radical frente a sus propias intervenciones dentro del mismo proceso judicial. Aceptaron ahora que hubo episodios de violencia sexual durante el secuestro, algo a lo que habían sido reacios en el pasado. Admitieron que sometieron a personas a trabajos forzados, adoptando el lenguaje del auto en el cual la JEP los imputó aunque, tras una petición del Ministerio Público, el tribunal de paz luego elevó jurídicamente ese delito a la categoría de esclavitud. Todos se apartaron del término que siempre usaron –y que las víctimas aborrecen- de ‘retención’. Uno de ellos lo calificó de eufemismo.
Quizás lo más importante es que se refirieron por fin a los daños morales que causa el secuestro. Y sus admisiones validaron los hallazgos de la JEP, que -tras cuatro años de investigación- estableció el universo más amplio de víctimas conocido de este delito, acreditó a 3029 personas como partes en el caso y detalló modalidades que eran invisibles para la mayoría de colombianos, como los secuestros que buscaban afianzar el control territorial. También están mostrando que el modelo colombiano, basado en promover el reconocimiento de responsabilidad, el esclarecimiento de la verdad y la reparación a las víctimas a cambio de sanciones más leves, tiene posibilidades de cerrar la brecha de impunidad en un país que acumula 9,2 millones de víctimas.
Eso no significa que todas las preguntas concretas hechas por las víctimas hubiesen visto respuestas satisfactorias. Muchas no las tuvieron porque, contrario a la audiencia sobre falsos positivos, aquí estaban quienes dieron las órdenes y no quienes las ejecutaron. Eso se debe a que, como ha contado JusticeInfo, mientras el primer macro-caso contra la fuerza pública avanza de abajo hacia arriba, el primero contra la guerrilla inició en la cúpula y luego bajará hacia los mandos regionales. Serán ellos, más los guerrilleros rasos, quienes deberán responderlas en una serie de audiencias en seis ciudades durante el segundo semestre de este año.
El diez por ciento que nunca regresó
Aunque el imaginario colectivo en Colombia sobre el secuestro ha estado sobre todo asociado a jaulas alambradas en la selva y a prominentes políticos raptados, la audiencia de la JEP puso el dedo en la llaga de otro de drama invisible: los que nunca volvieron a sus familias.
“Les pido que se pongan en mi lugar y el de todos los que estamos buscando a nuestros familiares. Quiero que comprendan la importancia de los detalles, de las cosas que de pronto fueron muy pequeñas para ustedes, pero que para nosotros pueden ser el bálsamo que cure la herida”, les imploró Daniela Arandia, quien tenía siete años cuando su padre Gerardo fue secuestrado en Caquetá y estudió geología para seguir sus pasos. A uno de los antiguos jefes guerrilleros, Milton Toncel, le pidió conectarla con cualquiera que hubiese a su padre conocido para, en sus palabras, “seguir creando memoria de él, que me permitan conocerlo, que le permitan a mi niña interior de siete años sanar el vacío de no tener a su papá”.
Yoleni Peña les reclamó que ellos sabían que su hermano policía, Luis Fernando, tenía una enfermedad mental y que aún así decidieron no liberarlo. Y Augusto Hinojosa, cuyo hermano Ismel y primo César siguen ausentes, contó que su papá que murió hace dos años nunca volvió a sonreír.
Como las suyas hay miles de familias. Al menos uno de cada diez secuestrados no regresó, según los hallazgos de la JEP: 627 fueron asesinados, en casos donde sus familias lograron recuperar sus restos, y 1860 aún se encuentran desaparecidos.
Unas pocas víctimas encontraron respuestas parciales ese día. Carmen Mirke, cuyo esposo Orlando Toledo fue secuestrado en el Catatumbo mientras trabajaba con una empresa contratista de la petrolera estatal Ecopetrol, tras narrarles la dificultad de ser madre y padre de tres hijos adolescentes, les reclamó que guerrilleros le dijeron que Orlando había escapado e incluso le habían preguntando por su paradero, cuando sabían que había sido asesinado.
Rodrigo Londoño le repuso que sí tenía la certeza de que un guardia lo había asesinado en 2005 tras un intento de fuga, que lo oyó por la radio interna. A petición de la magistrada, lo aseveró de manera formal para que Carmen pueda ahora tramitar su certificado de defunción.
“Son ustedes los únicos que portan la verdad”
“Denme la oportunidad de irme de este mundo sabiendo dónde enterré a mi hijo. No quiero enterarme de los momentos previos a ese vil asesinato, pero lo que sí necesito yo es que nos ayuden a encontrarlos”, suplicó Vladimiro Bayona, contándoles que Alexander y su amigo Alberto González –ambos estudiantes de ingeniería ambiental- fueron secuestrados durante una caminata en Palmira en 2000.
“Son ustedes los únicos que portan la verdad”, dijo, interpelando a Pablo Catatumbo Torres, quien tenía el mando en esa zona del suroccidente del país. “Esto a veces es difícil. De esa unidad que tenía 60 o 70, casi todos fallecieron en el conflicto. Creo que quedan uno o dos sobrevivientes”, le replicó el hoy senador. “Haré lo posible por ayudarle a encontrar a su hijo”.
En ese momento, la magistrada Catalina Díaz lo interrumpió. “Le ruego que no use la palabra ‘ayudar’, es una obligación de todos los ex combatientes”, le dijo, recordándole que de su compromiso con víctimas como Bayona dependía su futuro jurídico.
Un vaivén entre la soberbia y la contrición
No fue el único momento de la audiencia que evidenció que en estos escenarios restaurativos la catarsis y la contrición conviven muchas veces con la soberbia y la indolencia. Mientras una decena de víctimas pedía ubicar los restos de sus seres queridos, los ex jefes guerrilleros prometían “hacer lo posible”, en un lenguaje y gestos que sugieren una acción futura y no un compromiso ya avanzado.
En ocasiones los jefes guerrilleros argumentaron que no habían estado en contacto directo con los secuestrados, que las comunicaciones eran difíciles o que –como dijo Rodrigo Granda- “la barbarie no estaba en nuestros cálculos iniciales”. “Yo nunca entendí las cadenas, me pareció lo más degradante del mundo”, dijo Rodrigo Londoño, omitiendo añadir si había hecho algo al respecto como número uno de la organización. “Nos exigen demasiado”, llegó a decir Granda.
“Aunque fue histórico ver a la cúpula de un grupo armado sentada por primera vez en Colombia ante sus víctimas, por momentos hablaban del ‘ruido y el humo de la guerra’ y parecían querer mostrar que no podían ejercer de comandantes para vigilar a la tropa en el trato a los secuestrados. Con ello omiten que en todos los ejércitos del mundo, incluso en guerra, los jefes militares ejercen el mando con responsabilidad aún en los peores estruendos”, dice Gloria María Gallego, profesora de la Universidad Eafit que ha escrito dos libros sobre el secuestro y que estuvo toda la audiencia. Ella también vivió cuatro secuestros en su familia, incluido uno de las FARC.
El giro de Milton Toncel
Quizás uno de los hilos narrativos más llamativos fue el giro que protagonizó Milton Toncel, conocido en la guerra como ‘Joaquín Gómez’, durante los tres días de audiencia.
“Esa nube gris producto de la pólvora no te permite ver más nada”, dijo el primer día, antes de contar que habían incluso construido tiendas para algunos secuestrados como la ex candidata presidencial Ingrid Betancourt y que en ocasiones podían fritar carne. “Estaban libres”, dijo incluso.
“La razón por la que están aquí no es por las veces que los trataron bien”, le reprendió Julieta Lemaitre, la magistrada que ha llevado el caso. Sus reconocimientos, le explicó, debían incorporar tres dimensiones: una jurídica, cumplida enunciando los cargos exactos y su voluntad de aceptarlos; una fáctica, que suponía hablar de secuestros puntuales y responder las preguntas de las víctimas; y una restaurativa, en la que mostrara que entiende el sufrimiento de las víctimas, el dolor de sus familiares ante la ausencia de sus seres queridos y las huellas a largo plazo de sus crímenes.
“No fue algo idílico”, le dijo Betancourt, que no iba a hablar originalmente pero solicitó una réplica. Sí, explicó ella, Toncel le mejoró las condiciones de vivienda pero en medio de lo que seguía siendo una realidad cruel y alejada de cualquier norma de la guerra.
Toncel captó los regaños y fue mostrando una cara más contrita. “Reconozco que en los años del conflicto nunca nos detuvimos a pensar en las familias ni en las personas que sufrieron el secuestro. Hoy me miro en el empañado espejo de sus tristezas bajo la impotencia y la nostalgia de lo irreparable”, diría al final del día, ya admitiendo prácticas tan denigrantes como cobrar rescates por cadáveres.
Al día siguiente, con elocuencia y más emotividad, reconoció aspectos del sufrimiento que antes había obviado. “El secuestro es un veneno tan letal que su efecto es de tipo moral y mata, pero de manera lenta, tanto al secuestrado como a su familia ya que éstos viven en una constante zozobra”, reflexionó. Prometió trabajar ahora para que Daniela Arandia pueda reconstruir, en sus palabras, el “museo afectivo de su papá”.
Parecería haber escuchado el mensaje que le envió la geóloga de 27 años. “Esto no es un paso para no ir a la cárcel. Este momento personal y colectivo que estamos viviendo nos permitirá la libertad a todos y no solo hablo de barrotes físicos, sino mentales, que hemos sentido y cargado desde que la guerra nos tocó”, le dijo Daniela.