“Queremos que produzca el efecto de una piedra que cae en un cuerpo de agua y que sus ondas ericen la superficie entumecida de Colombia”, dijo Francisco de Roux, el sacerdote jesuita y promotor de proyectos económicos en zonas de conflicto, al hacer público el informe final elaborado durante tres años y medio por la Comisión de la Verdad que él presidió.
Con estas palabras leídas el 28 de junio en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán de Bogotá, el padre de Roux –la cara visible de la Comisión y uno de los líderes espirituales más respetados del país- invitó a los 48 millones de colombianos a salir del “modo guerra” que ocasionó que uno de cada cinco habitantes esté registrado oficialmente como víctima. Hizo un llamado a aceptar las responsabilidades éticas y políticas por los daños causados en 60 años de violencia fratricida para poder avanzar, a buscar soluciones a los problemas estructurales que aquejan al Colombia desde hace décadas y a sacudirse de la indolencia colectiva que lo permitió. “De lo contrario, las maravillas de Colombia continuarán flotando sobre una de las crisis humanitarias más brutales y largas del planeta”, advirtió.
Su ‘convocatoria a la paz grande’ es el prólogo escrito por él con que inicia el documento final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad nacida del acuerdo de paz de 2016 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que durante tres años escuchó a 30 mil personas y recibió mil informes de organizaciones e instituciones.
Aunque hasta ahora solo se han publicado la mitad de sus diez capítulos, a diferencia de otras comisiones de la verdad su mensaje central está menos anclado en documentar los daños causados por el conflicto armado interno y más en cómo lograr que no vuelvan a ocurrir. En palabras de De Roux, en responder a la pregunta: “¿Cómo nos atrevimos a dejar que pasara y a dejar que continúe?”
Un lanzamiento simbólico
Su presentación estuvo plena de simbolismo. El presidente saliente Iván Duque prefirió ir a la cumbre global de océanos en Lisboa en vez de recibir públicamente el documento de una comisión de la que su partido político fue abiertamente crítico. En cambio, sí estuvo el presidente electo Gustavo Petro, el ex congresista y antiguo jefe guerrillero que firmó un proceso de paz hace tres décadas, quien asumirá las riendas del país en dos semanas e hizo ese día su primer discurso tras ganar las elecciones. “Leeré las recomendaciones que se le hacen al Estado y a la sociedad (…). Se convertirán eficaces en la historia de Colombia”, prometió.
Al lado suyo estaba Francia Márquez, reconocida líder ambiental y afro que será la segunda mujer vicepresidenta del país y cuya comunidad de La Toma, en las montañas del suroccidente del país, fue fuertemente victimizada por los paramilitares.
El evento se organizó en un teatro que toma el nombre del político liberal cuyo homicidio en 1949 se considera como hito de inicio de la violencia que derivó en el conflicto armado interno colombiano. Y apenas unos días antes, los antiguos comandantes de la guerrilla de las FARC habían reconocido públicamente y pedido perdón, por primera vez, a sus víctimas por miles de secuestros, en una audiencia del brazo judicial de la justicia transicional conocido como la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
Un informe enciclopédico y acelerado
La misión de la Comisión de la Verdad colombiana era de entrada peculiar. No solo porque nació al tiempo de la JEP que está investigando, juzgando y sancionando a los responsables de los crímenes más graves, sino porque Colombia lleva 15 años reconstruyendo su pasado traumático. Solo el Centro Nacional de Memoria Histórica, una agencia gubernamental, ha producido más de un centenar de investigaciones en tres administraciones.
Por ese motivo, la Comisión tuvo que acordar primero cuál sería su estrategia para construir la verdad. Varios de sus 11 comisionados consideraron en un inicio que su misión medular era elaborar un informe en profundidad, mientras los otros lo veían más en la línea de las ‘comisiones de tercera generación’ que, como en Perú, involucraron a la sociedad en audiencias públicas donde se esclarecieran atrocidades pero que sobre todo permitían una catarsis colectiva. Al final, terminaron privilegiando la primera y, en medio de la pandemia de covid-19 y la polarización política, el alcance de sus espacios públicos se vio seriamente limitado.
De ahí que el informe ganó un peso cada vez más preponderante. Aún no se conoce el texto completo y sus capítulos publicados promedian las 500 páginas, por lo que la extensión final podría superar los 6.000 folios. Se han lanzado hasta ahora cinco de sus diez capítulos: primero el capítulo central de ‘hallazgos y recomendaciones’ y uno con los testimonios de las víctimas, además del prólogo del padre de Roux; luego aparecieron textos sobre cómo la guerra afectó a la niñez, a los colombianos que abandonaron el país y, más recientemente, a las mujeres y personas LGBT. Ayer salió un relato histórico del conflicto y quedan aún en ciernes los capítulos sobre violaciones de derechos humanos, territorios, minorías étnicas y estrategias de resistencia de las víctimas.
Más allá del cronograma de publicaciones graduales, resulta evidente que la Comisión tuvo que correr para llegar al lanzamiento. Ningún texto tiene diseño gráfico, sino que son documentos de Word en los que incluso se duplican frases, se nombran infografías que no aparecen o se repiten contextos claves. Esta prisa ha generado molestias, como la de 60 fotógrafos que firmaron una carta pública reclamando que el informe no contenga una sola imagen en un país con una larga tradición de fotoperiodismo sobre el conflicto.
Los “factores de persistencia”
En su capítulo central de 895 páginas, los comisionados intentaron responder una pregunta similar a la que De Roux enfatizó el día del lanzamiento: ¿por qué, pese a múltiples acuerdos y negociaciones de paz exitosas con al menos siete grupos armados ilegales, entre guerrillas de izquierda y paramilitares de derecha, el conflicto armado no se cierra sino que se recicla?
Para responderla, hay dos palabras que se repiten al menos 40 veces en el texto de hallazgos y que se convierten en uno de los hilos narrativos del informe: los ‘factores de persistencia’.
Aunque hay episodios concretos y testimonios entretejidos en el relato, la fuerza no reside en la narración de qué pasó sino en su lectura de por qué ocurrió. Sí aporta datos impactantes y poco conocidos, como que nueve de cada diez víctimas eran civiles o que apenas el 2 por ciento de las muertes ocurrieron en combates. Y profundiza en los daños sufridos por grupos poblacionales específicos, como las minorías étnicas, las mujeres, los niños, los LGBT o los exiliados. Pero lo que sobresale es su búsqueda de interpretaciones que sirvan de terreno común.
En la visión de la Comisión, el conflicto perduró por seis décadas debido a la resistencia de distintos sectores a la apertura democrática que buscaba facilitar el acceso de más voces diversas a los espacios políticos. Al narcotráfico que asentó su modelo de acumulación violenta de riqueza y poder en las regiones periféricas, pero también a la fallida política prohibicionista –y mal llamada- ‘guerra contra las drogas’ que nunca resolvió la exclusión social y económica allí. Al modelo de seguridad, que veía a los contradictores políticos como ‘enemigo internos’ a aniquilar. A la escandalosa impunidad, que normalizó la enorme brecha entre los crímenes que ocurrían y los que se esclarecían. Al racismo en pie desde épocas coloniales, que contribuyó a que millones de colombianos miraran hacia otro lado cuando eran brutalizados indígenas o afro-colombianos. O a los estereotipos negativos del ‘otro’ que sustentaban el odio.
La responsabilidad de las FARC
Esas reflexiones resultan impactantes porque no son leídas como causas estructurales de la guerra sino como condiciones que la perpetuaron en el tiempo, una diferencia conceptual que estaba ya presente en el acuerdo de paz y que la Comisión mantuvo usando otras palabras. Esto resulta significativo porque evita que actores individuales las puedan presentar como justificaciones para su decisión de empuñar las armas. Todo lo contrario, en vez de una mirada autocomplaciente, pone la llaga en las responsabilidades de cada actor.
En el caso de las guerrillas, incluidas las FARC, señala con claridad que “perdieron la legitimidad cuando usaron métodos de terror, inhumanos y criminales para obtener sus fines”. Además de atribuirles responsabilidades por crímenes concretos como el secuestro o el reclutamiento de niños, la Comisión cuestiona que guerrillas como las FARC impusieron órdenes violentos y arbitrarios a las comunidades, que algunas no supieron incorporar la lucha democrática en su horizonte y que su miopía facilitó la aparición de fenómenos tan violentos como el paramilitarismo, afectando sobre todo a la población civil. En cambio, argumenta, fue cuando abandonaron las armas que se dieron los avances democráticos que teóricamente buscaban en el campo de batalla. “La solución a los problemas estructurales no fue la guerra, al contrario, los problemas se acrecentaron (...) La democracia no se abrió a tiros, se abrió con el empuje de una ciudadanía que le dio la espalda a la guerra”.
En un apartado especialmente duro, argumenta que la Colombia del último medio siglo no ha sido una dictadura sino una “democracia restringida, imperfecta, semicerrada” y que eso significa que no había razones legítimas para tomar las armas. “Este ‘derecho a la rebelión’, reservado en la comunidad internacional para quienes se levantan contra regímenes opresores, no aplica para el caso colombiano”, sentencia.
Estas palabras sugieren que la Comisión escuchó las voces que–como contó recientemente JusticeInfo- le alertaron en los últimos meses sobre los riesgos de un informe que diese mayor peso a responsabilidad del Estado y que fuese más suave con las guerrillas.
El peso de la debilidad del Estado
El Estado colombiano colombiano también ocupa un lugar preponderante en el informe. La Comisión de la Verdad señala la participación directa de algunos de sus funcionarios públicos en crímenes como el genocidio del partido político de izquierda Unión Patriótica o las ejecuciones extrajudiciales de civiles falsamente presentados como combatientes guerrilleros, pero otorga un peso más novedoso a sus omisiones y a los efectos que éstas tuvieron en la violencia.
En la visión de la Comisión, la ausencia de administración de justicia o de servicios públicos en regiones periféricas minaron la confianza de los ciudadanos, y la política de seguridad demostró que protegía a algunos mientras dejaba desamparados a otros. En muchas regiones la oferta institucional del Estado no existía más allá de la presencia física del Ejército, aduce el informe.
Los comisionados fueron especialmente críticos del Estado por haber permitido a lo largo de varias décadas los nexos entre funcionarios públicos y militares con grupos paramilitares, en la práctica delegando tareas suyas como la de prestar seguridad a civiles armados y por mantener, hasta hoy, el negacionismo en torno a una relación que han confirmado decisiones judiciales de la Corte Interamericana de Derechos Humanos o de la JEP. “Los métodos ilegítimos son doblemente condenables si los practican las instituciones legalmente constituidas porque los ciudadanos han depositado en ellas su confianza”, dice.
El camino hacia delante
En su última parte, el texto central de la Comisión voltea esos factores de persistencia para convertirlos en un centenar de recomendaciones para el futuro. Cumplirlas, argumenta, permitirían un “giro ético” y una “conmoción positiva” que ayudaría a prevenir una nueva reedición de la guerra.
Se trata de un listado diverso de medidas que van desde lo más tangible, como recuperar el ritmo de implementación del acuerdo de paz ralentizado bajo Duque o lograr una “paz grande” con otros grupos armados y organizaciones de crimen organizado que aún ejercen la violencia, hasta lo estructural, como reversar el racismo y la estigmatización del otro para “ampliar el círculo del nosotros”. Algunas son de corto plazo, como sacar la Policía Nacional del Ministerio de Defensa para recuperar su rol civil, fortalecer la reparación colectiva o reconocer el exilio oficialmente. Otras requieren un horizonte mediano de tiempo, como fortalecer la presencia de fiscales y jueces en las regiones periféricas, completar una reforma del sector seguridad o avanzar en una reforma política que garantice una mayor pluralidad de voces en la toma de decisiones.
En algunos casos, se ocupa en detalle de problemas que muchos no conectarían con el conflicto colombiano. Por ejemplo, dedica bastante espacio a proponer un nuevo abordaje de la política de drogas, que va desde fortalecer las alternativas productivas para campesinos hasta regular legalmente el mercado de la cocaína. “Es imperativo que Colombia lidere ese cambio de paradigma a nivel mundial con la legitimidad y fuerza que le da a nuestro país ser uno de los que más ha sufrido las consecuencias de la violencia y la guerra contra las drogas”, insiste.
Y otros temas, como continuar impulsando el reconocimiento de responsabilidades, revelan la conciencia de la Comisión de las limitaciones de su propio trabajo en un país políticamente muy dividido. “La concurrencia de los responsables resultó ciertamente limitada”, admite en un momento, explicando que solo 140 victimarios -86 ex guerrilleros de las FARC, 31 antiguos paramilitares y 23 militares y policías- dieron ese paso.
El legado de la Comisión
La incertidumbre sobre qué seguirá para el informe es grande, a solo cuatro semanas de que la Comisión cierre sus puertas y concluya su mandato. Más allá de unas guías de lectura y un especial multimedia –parte de lo que la Comisión llama su ‘legado’- aún quedan muchas preguntas sobre cómo se traducirán sus miles de páginas de reflexiones en contenidos más accesibles al conjunto de la sociedad colombiana y cómo los acercarán a los sectores que han sido más escépticos de su trabajo.
En lo inmediato, gozará de un ambiente político mucho más favorable que el de su cuatrienio. Petro, el nuevo presidente, parecería estar ya leyendo sus recomendaciones. Hace dos semanas prometió crear un Ministerio de la Paz que coordinaría toda la implementación del acuerdo de paz y anunció que Colombia dejará de ser el único país del hemisferio donde la Policía está aún bajo la órbita del sector defensa, aunque deberá lidiar con la enorme expectativa sobre su llegada y los retos administrativos de ejecutar muchas de esas promesas.
Serán él y su gobierno quien cargarán muchas de las tareas necesarias para aterrizar la esperanza del padre de Roux en su prólogo: “Ante nosotros está la posibilidad de hacer propia, como cuerpo de nación responsable, la herida de nuestros 10 millones de víctimas y rescatarnos en una nación incluyente, justa y reconciliada”.