El 29 de mayo pasado, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) develó su sexta imputación en cinco años de trabajo y, más importante aún, su primera contra un político prominente en Colombia.
Acusó al ex congresista Luis Fernando Almario de ser el coautor de un “plan criminal de captura del Estado” en alianza con las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que consistía en exterminar a su grupo político rival, liderado por la familia Turbay Cote, en el departamento amazónico de Caquetá. Según el escrito de acusación, ambos “diseñaron una estrategia para sacar a los integrantes del turbayismo de la arena política” mediante “el ejercicio de la violencia armada”, por ser ellos “quienes ostentaban la mayoría de los cargos de elección popular y burocráticos”.
Esa imputación significó varios hitos para el tribunal especial derivado del acuerdo de paz de 2016. Por un lado, es la primera acusación que presenta la Unidad de Investigación y Acusación de la JEP, el órgano que se encarga de investigar a quienes no cumplen con la condición del sistema de justicia transicional colombiano de reconocer su responsabilidad, esclarecer la verdad y reparar a sus víctimas, a cambio de una sanción más benévola. Almario será el primer acusado en enfrentar un juicio adversarial en la JEP y, en caso de ser hallado culpable, recibirá una pena más severa de hasta 20 años de prisión.
También se trata del primer caso en que la JEP acusa a un tercero civil prominente, después de dos de sus primeras imputaciones fuesen contra ex comandantes guerrilleros y tres contra oficiales militares. En un caso acusó a un civil que ayudó a militares en el Catatumbo a cometer ejecuciones extrajudiciales, pero no era una figura conocida.
Además es la primera vez en Colombia que un tribunal acusa a alguien de cometer el crimen de lesa humanidad de persecución. En su acusación, la fiscalía de la JEP concluyó que hubo un ataque sistemático y generalizado contra los integrantes del grupo político, a sabiendas de que eran civiles, por “representar una opción política diferente a la pretendida por ellos”.
La apertura del carril acusatorio
Hasta ahora, la mayoría de acusados por la JEP de haber cometido crímenes de guerra y de lesa humanidad -incluyendo siete integrantes del Secretariado de las antiguas FARC y una veintena de altos oficiales del Ejército- han optado por aceptar los cargos presentados contra ellos por la Sala de Reconocimiento de la JEP. Eso les permitirá, si siguen cumpliendo con las condiciones de asumir su responsabilidad por los delitos imputados, aportar verdad y reparar a sus víctimas, recibir sanciones de 5 a 8 años en un entorno no carcelario. Sólo tres militares, incluyendo un general, no han aceptado los cargos e irán al carril acusatorio.
El caso de Luis Fernando Almario, quien fue uno de los políticos más poderosos del Caquetá y ocupó un asiento en el Congreso de manera ininterrumpida entre 1991 y 2010, es diferente. Se sometió voluntariamente a la JEP en 2020, dado que la Corte Suprema de Justicia –que ya lo había condenado a 10 años de prisión por sus alianzas con los paramilitares de extrema derecha- lo estaba investigando por sus nexos con las FARC. Sin embargo, en octubre de 2021, la Sala de Reconocimiento decidió que Almario no estaba cumpliendo con sus obligaciones y remitió su caso a la fiscalía de la JEP. En mayo de 2022, intentó desistir de su sometimiento para evitar ser juzgado, pero le fue negado.
Su caso ilustra la dificultad que tiene el brazo judicial de la justicia transicional colombiana con los terceros civiles. El acuerdo de paz inicialmente contemplaba que la JEP tendría competencia sobre personas que no habían sido partes en el conflicto armado, pero la Corte Constitucional restringió fuertemente esa potestad en 2017 y determinó que solo quienes se someten voluntariamente pueden ser investigados, limitando en la práctica la capacidad del tribunal especial de juzgar a empresarios y políticos.
Por eso el caso Almario resulta tan interesante y novedoso: aunque pueda terminar siendo de los pocos casos que la JEP presente contra terceros civiles y en especial contra políticos que ayudaron a cometer crímenes atroces, la fiscalía del tribunal aprovechó para armar una especie de mini macro caso que detalla un patrón más amplio de violencia contra un grupo entero de ciudadanos y un plan conjunto de control político.
También es un hito para un órgano conocido más hasta ahora por sus escándalos que sus logros, tras haber visto a uno de sus fiscales condenado por corrupción y haber intentado independizarse financiera y administrativamente de la JEP. Y que sigue siendo percibido como una rueda suelta, al punto que cuando develó su imputación contra Almario, ni el equipo de prensa del tribunal ni cuatro de sus magistrados consultados por Justice Info conocían el documento.
Una “alianza criminal” contra el turbayismo
Durante una década Almario y las FARC fraguaron lo que la fiscalía de la JEP llamó una “alianza criminal” y “acuerdo delincuencial” para el “debilitamiento del movimiento político [de los Turbay] y la consecuente toma del poder” en Caquetá, un departamento poco poblado del tamaño de Hungría en donde los Andes se encuentran con la Amazonia.
Siguiendo ese plan, entre junio de 1995 y diciembre de 2002 la guerrilla asesinó –en alianza con Almario- a 20 personas ligadas al turbayismo, desplazó forzosamente a siete más y secuestró a tres. Entre ellos había todo tipo de funcionarios públicos, incluyendo dos congresistas, un gobernador departamental, un diputado, siete alcaldes y dos concejales municipales, además de simpatizantes políticos, escoltas, conductores y periodistas de la emisora de radio de la familia Turbay.
El blanco central de estos ataques fue la familia Turbay Cote, que dominó la política de Caquetá desde que su patriarca, el ex congresista Hernando Turbay, lideró la creación del departamento en 1981. Descendientes de un inmigrante libanés que se instaló allí en los años 40, eran parientes del ex presidente Julio César Turbay, estaban bien conectados con las élites políticas nacionales, controlaban el Partido Liberal a nivel regional y eran hábiles gestionando recursos estatales. Eso les permitió consolidar lo que la fiscalía de la JEP llamó un “control hegemónico” sobre el aparato estatal en Caquetá, dominando las elecciones y administraciones locales gracias a su “red de padrinazgo y amistades”.
La persecución inició cuando el congresista Rodrigo Turbay, que había heredado el liderazgo del grupo político y fue integrante de la Comisión de Paz durante la fallida negociación con las FARC en los años ochenta, fue secuestrado en junio de 1995 por 15 guerrilleros tras asistir a un evento campesino sobre electrificación en El Paujil. Su cuerpo fue encontrado flotando en el río Caguán dos años después. Su hermano Diego, que regresó de Bélgica para tomar su lugar en el Congreso, fue asesinado en diciembre de 2000 mientras viajaba por la carretera entre la capital departamental Florencia y Puerto Rico, en una de las masacres más emblemáticas perpetradas por las FARC. Los guerrilleros también asesinaron a su madre Inés Cote, quien había sido diputada departamental y una figura respetada en la región, además de a un conductor, dos escoltas, un policía y un amigo familiar.
Una suerte similar corrieron varios de sus aliados y protegidos políticos. El gobernador Jesús Ángel González y su escolta Luis Eduardo Guzmán fueron asesinados en junio de 1996, cuando llegaron a una zona rural de El Paujil con la expectativa de gestionar la liberación de su mentor Rodrigo Turbay. Esa misma noche, en el remoto pueblo de Solano sobre el río Caquetá, la guerrilla entró a la casa del alcalde Demetrio Quintero y lo asesinó mientras veía televisión. En una muestra de cómo se ensañaron con algunos pueblos, las FARC luego asesinaron a los dos alcaldes encargados, Edilberto Hidalgo y Edilberto Murillo, que tomaron su lugar en espacio de ocho meses. Luego, en los primeros tres meses del 2000, mataron al alcalde de Montañita, José Ibsen Fierro, en su finca y a Graciela Chiriví, presidenta del concejo de Paujil, mientras iba a su casa. Al año siguiente, acribillaron al alcalde de Puerto Rico, José Lizardo Rojas, en la puerta de su casa y frente a su esposa. Apenas cuatro meses después, asesinaron a su sucesor Jhon William Lozano frente a la alcaldía.
Según el escrito de acusación, “los crímenes no fueron aleatorios, sino que formaron parte del plan criminal” y ocurrieron con “conocimiento de Luis Fernando Almario”.
El gana-gana macabro
El “plan criminal” entre las FARC y Almario para exterminar a la familia Turbay y su grupo político era ventajosa para ambos. “Identificaron un fin común consistente en tomarse el poder en el departamento de Caquetá que, para ese momento, no habían logrado conseguir de manera individual. Para ello, sumaron sus capacidades”, dice la acusación.
A la guerrilla, a quien la fiscalía de la JEP señala como “ejecutores materiales” de los 30 crímenes, le resultaba provechoso librarse de funcionarios públicos críticos y garantizar que quienes tomaban su lugar eran sus aliados. Según el escrito de acusación, esos asesinatos fueron perpetrados por integrantes del Frente 15, el Frente 14 y la Columna Móvil Teófilo Forero de las FARC. Almario, por su parte, se sacaba de encima a sus rivales más competitivos y luego copaba los cargos que les arrebataban a la fuerza.
Lograrlo requirió, según la JEP, una “división de trabajo”. Las FARC usaban su “capacidad armada y control territorial” para atacar a los políticos turbayistas y permitir a los candidatos afines hacer campaña libremente. Entre tanto, el congresista del Partido Conservador usaba “su statu quo de líder político en la región y su maquinaria política” para seleccionar a los candidatos que podían reemplazar a las víctimas turbayistas y conseguirles avales con distintos partidos políticos. En Puerto Rico, tras el asesinato de dos alcaldes, ganó un aliado de Almario que era cuñado de un cabecilla de la guerrilla. A esas dos estrategias –de atacar a los políticos del turbayismo y cooptar el aparato estatal- las describió como dos patrones de macrocriminalidad.
La macabra estrategia les dio réditos: el turbayismo se fue diluyendo políticamente hasta no presentar ningún candidato en las elecciones legislativas de 2006 y locales de 2007, mientras sus integrantes más visibles abandonaron la política, la región o, en muchos casos, ambos. Algunos, como el ex concejal Eduardo Ocasiones y Constanza Turbay, única sobreviviente de su familia, se vieron obligados a abandonar el país. Almario, entre tanto, pasó de controlar cuatro alcaldías en 1994 a siete una década después y aumentó su caudal de votos en pueblos donde no había tenido mayores bases políticas, en lo que la JEP determinó como votaciones atípicas. Además, nueve aliados –incluyendo su cuñado y dos familiares políticos- concentraron dos terceras partes de la contratación de la empresa de servicios públicos Electrificadora del Caquetá.
Todo esto llevó a la fiscalía de la JEP a concluir que Almario fue el mayor beneficiado de la persecución al turbayismo. En sus palabras, “era consciente de que obtener el control político de la forma planeada constituía un fin ilegítimo e ilegal y que, para su consecución, dentro del plan criminal se contemplaban acciones violentas” y, en al menos un caso, participó en la “toma de decisiones con respecto a la suerte que habría de correr Rodrigo Turbay”.
“Nunca hubiese tenido la oportunidad de ganarle por las vías estrictamente democráticas e institucionales”, concluyó.
Almario fraguó el plan criminal, según la imputación, con dos comandantes del Bloque Sur de las FARC -Fabián Ramírez y Milton Toncel, más conocido como ‘Joaquín Gómez’- y también mantuvo vínculos con dos miembros de su Secretariado (‘Raúl Reyes’ e ‘Iván Márquez’). Curiosamente, a diferencia de otras imputaciones de la JEP, la de Almario no incluye casi testimonios de ex guerrilleros, lo que abre la pregunta de si integrantes de la organización tampoco han aportado aún verdad sustancial sobre estos asesinatos, como también están obligados si no quieren perder sus beneficios jurídicos. Uno de ellos, Toncel, ya está imputado por miles de secuestros y aceptó los cargos. El director de la UIA, Giovanni Álvarez, no respondió las preguntas de Justice Info sobre si sus fiscales hablaron con Toncel y Ramírez, o si es parte de su estrategia exigirles esclarecer estos crímenes.
“El camino discursivo a la deshumanización”
En uno de sus apartados más novedosos, la fiscalía de la JEP estudió los distintos mensajes de odio difundidos contra los políticos turbayistas y concluyó que buscaban “darle una apariencia de legitimidad” a los crímenes luego cometidos contra ellos.
Tras recopilar decenas de testimonios y mensajes en archivos de la Fiscalía y juzgados, la Unidad de Investigación y Acusación determinó que se trató de una estrategia discursiva desplegada mediante cinco tipos de mensajes. En primer lugar, promovían prejuicios sin sustento de que los políticos turbayistas eran corruptos, auspiciadores del paramilitarismo o narcotraficantes. Por ejemplo, previo a sus asesinatos, el Bloque Sur de las FARC difundió panfletos acusando sin pruebas a Rodrigo Turbay de ser corrupto, algo que repitió en un comunicado con el gobernador Jesús Ángel González. A esto se sumaron mensajes denigrantes que los describían como ‘marranos’, ‘perros lambones’ o ‘vulgares arrodillados’ o que los señalaban de ser obstáculos políticos para las FARC.
Otros mensajes buscaban maltratarlos psicológicamente. En los días posteriores al funeral de Diego Turbay y su madre Inés Cote, muchos de los asistentes recibieron llamadas o visitas amenazadoras. Al periodista Octavio García, que trabajaba en la emisora turbayista La Voz de la Selva, lo abordaron dos hombres armados y, tras darle las condolencias, le dijeron que él también sería asesinado. Por último, las FARC hicieron señalamientos a los turbayistas en eventos públicos, incluido uno en Remolinos del Caguán donde reunieron a 5 mil personas.
Ese “camino discursivo a la deshumanización”, según la fiscalía de la JEP, buscaba ambientar la idea de que merecían ser castigados y era “el preámbulo de la persecución”. Con cuadros que identifican los mensajes contra distintos turbayistas, el escrito de acusación prueba que los 20 asesinatos fueron precedidos por este tipo de señalamientos, al punto que lo considera uno de los modus operandi del plan criminal, junto con el abordaje de las víctimas en vías públicas o la frecuente desfiguración de sus rostros.
Aunque estos señalamientos solían ser hechos por las FARC, la fiscalía de la JEP atribuye a Almario responsabilidad en su génesis. Según la acusación, hay pruebas testimoniales de que el entonces congresista propagó esos prejuicios, incluyendo en al menos dos reuniones con comandantes guerrilleros como Hernán Darío Velásquez -más conocido por su nombre de guerra ‘El Paisa’- en donde les dijo que los Turbay estaban llevando paramilitares a la región.
Visibilizar a las “víctimas invisibles”
“Por fin hay un caso emblemático. Siento la tranquilidad de que se va a hacer justicia, aunque ha pasado mucho tiempo”, dice Amparo Calderón, una funcionaria del Congreso que vivió la persecución al turbayismo en su pueblo natal de Puerto Rico durante tres décadas.
Justamente uno de los crímenes por el que la fiscalía de la JEP acusó a Almario es el de su cuñado José Lizardo Rojas, pero la lista de vejámenes contra su familia es enciclopédica. Su hermano Jorge Hernando, también ex alcalde, fue asesinado en 2009 y, aunque su caso aparece en la acusación, está por fuera del marco temporal que priorizó la investigación. Otro hermano, Alirio, sufrió amenazas de la guerrilla cuando fue alcalde. Ella misma denuncia haber sido perseguida y amenazada por años. Su hermana Rubiela murió de un cáncer de vejiga en 2012, una enfermedad que Amparo atribuye al sufrimiento por el asesinato de su esposo y a los múltiples robos de ganado y extorsiones posteriores. Ese ensañamiento robó la familia a sus sobrinos e incluso los ha alejado del país. “Todo por un sesgo político”, dice.
El de su familia es apenas un ejemplo de un patrón más amplio de violencia contra políticos y funcionarios públicos en toda Colombia. Solo en el ámbito de la administración más local, fueron asesinados 582 alcaldes y concejales, así como 202 candidatos a estos cargos, entre 1986 y 2003. Asimismo, 747 alcaldes y concejales fueron secuestrados entre 1970 y 2010.
Es por esto que Amparo Calderón siente que fue un acierto de la fiscalía de la JEP convertirlo en un macrocaso para que –en sus palabras- “se conozca la tragedia política del departamento”. Y, sobre todo, que se esclarezca lo que sucedió a funcionarios públicos que, como ella dice, han sido “víctimas invisibles sin protagonismo político, económico y social”. Como dice Pedro Ocasiones, cuyo hermano Rafael fue asesinado al tiempo que Diego Turbay e Inés Cote, “ya por fin se están conociendo los autores intelectuales”.