La semana pasada, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) presentó una de sus imputaciones de mayor calado político en seis años de investigaciones y la más simbólica hasta ahora contra un agente del Estado en Colombia. Acusó al general retirado Mario Montoya de haber cometido crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad, los dos de mayor reproche a nivel internacional, por su rol al frente de una brigada del Ejército colombiano que cometió 130 ejecuciones extrajudiciales entre 2002 y 2003.
El tribunal especial nacido del acuerdo de paz de 2016 ya había acusado a dos generales y a 16 coroneles por el homicidio de civiles que luego fueron presentados falsamente como guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) muertos en combate, un crimen que los colombianos conocen con el eufemismo de ‘falsos positivos’. Pero ninguno tenía el perfil mediático de Montoya, quien llegó a ser comandante del Ejército y miembro del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Militares, entre 2006 y 2008, coincidiendo con el pico más alto de estos crímenes.
“Mario Montoya adoptó una política de facto en la IV Brigada que privilegió las muertes como único indicador real del éxito militar. Requirió, exigió, presionó, comparó y midió a todas las tropas bajo su mando” siguiendo ese parámetro, dijo la magistrada Catalina Díaz, quien lideró la investigación que también acusó a dos coroneles y otros seis militares en el oriente del departamento de Antioquia.
“Era consciente de lo que estaba haciendo”
Aunque la JEP no acusó al general de cometer ninguno de esos asesinatos personalmente, lo hizo responsable de los crímenes perpetrados por integrantes de las seis unidades militares bajo su mando. “Todos estos asesinatos fueron cometidos con el fin último de responder a la presión por ‘bajas’ y ‘litros de sangre’ ejercida por el general Mario Montoya”, dice la imputación. “No se trata de una repetición accidental, ni de hechos aislados o desconectados”. Una sola de esas unidades, el Batallón de Artillería No. 4 Coronel Jorge Eduardo Sánchez, fue responsable de un centenar de crímenes.
El tribunal especial documentó cuatro acciones reprochables de Montoya. Primero, presionó a sus subalternos para que produjeran muertes en combate a toda costa. Segundo, ordenó a sus hombres no reportar capturas o desmovilizados que desertaban de las guerrillas, considerando las bajas como único indicador válido de cumplimiento de su misión. Tercero, usó un lenguaje notoriamente violento que incitó la producción ilegal de muertes en combate. Por último, mintió sobre la forma como ocurrieron esas supuestas bajas e incluso encubrió extralimitaciones de sus hombres. Por este motivo, lo acusó del crimen de guerra de homicidio en persona protegida y los crímenes de lesa humanidad de asesinato y desaparición forzada.
Con ese comportamiento, estableció la JEP, Montoya “creó las condiciones propicias para el surgimiento del patrón macrocriminal” e “influyó sobre miembros de la Fuerza Pública bajo su mando, instigando la perpetración de los crímenes”. El efecto de su conducta fue, según la acusación, que se “generó una situación permanente de riesgo para la población civil que él mismo estaba llamado a proteger como garante institucional”. De hecho, dice el tribunal, no encontró a ningún soldado que le hubiese oído mensajes claros sobre el deber de proteger a los civiles que no participaban en las hostilidades. Era, dice la JEP, “consciente de lo que estaba haciendo”.
Adicionalmente, la JEP estableció que el Oriente antioqueño donde operaban estas unidades –inmerso en aquel entonces en una intensa confrontación armada- se convirtió en una especie de laboratorio donde este patrón criminal tomó forma y desde donde se expandió al resto del país. “Lo que sucedió en Antioquia fue determinante en la dinámica nacional del fenómeno”, dice.
Una quinta imputación pero un mismo patrón
En esta quinta acusación, la JEP detalla comportamientos que ya había identificado en las anteriores, aportando nuevos ejemplos para ilustrar el patrón de criminalidad de asesinar a civiles inocentes y presentarlos falsamente como guerrilleros muertos en combate. Por ejemplo, detalla los métodos con que militares de la IV Brigada perfilaban y seleccionaban a sus víctimas, en su mayoría campesinos pobres a quienes sacaban de sus fincas y señalaban sin pruebas de ser miembros de la guerrilla o sus simpatizantes, en lo que la JEP llamó “la premisa de que su convivencia forzada con guerrillas era signo inequívoco de lealtad hacia ellos”. A través de ese estigma, argumenta el tribunal especial, justificaron sus crímenes.
Los magistrados de la JEP también encontraron en esta región el germen de lo que se convertiría en el detonante del escándalo cinco años más tarde: cómo muchos militares engañaron a personas de otras ciudades con promesas falsas de empleo para luego asesinarlas, tras elegirlas por ser desempleadas, tener discapacidades o un consumo problemático de drogas, asumiendo que eso reducía la probabilidad de que les buscaran. En un episodio especialmente cruel, narra cómo soldados vestidos de civil se apostaron en una camioneta en la Plaza Minorista de Medellín y reclutaron a cuatro trabajadores informales para un supuesto trasteo, en vez llevándolos a una vereda de Granada -a 80 kilómetros de distancia- donde los mataron y enterraron en una fosa común. Asimismo, la JEP documenta cómo soldados al mando de Montoya asesinaron a 14 guerrilleros que habían sido capturados o se habían entregado y, por tanto, estaban fuera de combate según el derecho internacional humanitario, incluyendo a un hombre inválido en un hospital de campaña de las FARC.
De igual modo, la imputación documenta cómo en muchos de estos asesinatos hubo relaciones de connivencia con paramilitares de extrema derecha, al punto que varias víctimas relatan haberlos visto cambiarse de brazalete o haciendo patrullajes conjuntos. O cómo planearon y encubrieron los crímenes falsificando documentos operacionales y coordinando sus versiones ante la justicia que los investigó.
“Único indicador real del éxito militar”
Quizás lo más novedoso de la acusación contra Montoya y los otros militares de la IV Brigada es que, más que describir exhaustivamente sus 130 ejecuciones extrajudiciales, el tribunal especial se centra en detallar los mecanismos que permitieron que ocurrieran y cómo los comandantes los instigaron.
Según la JEP, las unidades militares en el Oriente antioqueño entre 2002 y 2003 tenían una única misión: producir el máximo número posible de muertes de guerrilleros. Para Montoya, otros indicadores de éxito en la guerra contrainsurgente –como capturar efectivos del enemigo o propiciar que se desmovilizaran voluntariamente- no tenían ningún valor y eran desincentivados. El raciocinio era que se volvía, según un capitán, “un problema jurídico” probar su culpabilidad. Producir bajas era “el único indicador real del éxito militar”.
Era un mensaje que Montoya machacaba en sus alocuciones semanales por radio a la tropa y en sus interacciones con sus subalternos, que luego replicaban sus comandantes de batallón y bajaban por toda la cadena de mando. En esos discursos, Montoya subrayaba la “necesidad de que las unidades se pongan al día con las bajas”, los animaba con exhortaciones como “la mejor brigada es la que da más de 204 [bajas], tenemos que ser la mejor” y, cuando no había, les jalaba las orejas diciéndoles que “el pie de fuerza no está a la par de los resultados operacionales”, según reconstruyó la JEP mediante testimonios de decenas de militares y transcripciones oficiales en archivos militares.
Al mismo tiempo, Montoya desestimulaba el reporte de logros distintos, fomentaba la competencia entre unidades y establecía rankings por número de bajas. “A mí no me entreguen maricadas, ni desmovilizados, ni entregados, ni heridos, ni mierda. Yo quiero ver es sangre”, dice haberle escuchado un cabo. Su comportamiento era emulado por sus comandantes, como muestra otro diálogo relatado por un teniente. “Tengo dos capturas”, reportó un soldado. “¿Que cuántas bajas?”, repuso su superior. “No, dos capturas”, aclaró. “¿Que cuántas bajas?”, vino de nuevo la respuesta. “No sí, dos, dos”, corrigió el soldado. “Ah bueno, excelente”, le felicitó.
Esta presión constante llevó a que los militares interiorizaran que, en palabras de un cabo, “el resultado no podía ser menor a una baja”. Por esta razón, la JEP concluyó que esa presión por bajas fue “el punto de partida” del patrón de criminalidad.
Premios por bajas, castigos por no darlas
Un factor que contribuyó a asentar esa presión entre los soldados de la IV Brigada fue un sistema de incentivos que premiaba a quienes las producían y castigaba a los que no.
Quienes reportaban más bajas en combate, tanto a título personal como grupal, recibieron medallas, bonificaciones en efectivo, elogios públicos, felicitaciones en la hoja de vida que servían para ascender, postulaciones a cursos de aviación, turnos de patrullaje en pueblos tranquilos, viajes pagos al Caribe y comisiones a la Fuerza Multinacional de Paz en la península del Sinaí. La más apetecida por los soldados rasos eran los cinco días de permiso de salida que recibían por cada baja y que podían acumular, en lo que la JEP llamó un “manejo arbitrario” aprovechando que no estaba reglamentado. Fue tan eficaz que incluso lo adoptaron como metonimia. “Vea, allá van cinco días caminando”, contó un soldado que decían. En cambio, quienes no producían bajas recibían humillaciones públicas, anotaciones en la hoja de vida por “falta de competencia laboral” y traslados a regiones más violentas y aisladas del país.
La vara medidora, según el tribunal, siempre fue cuántos muertos habían logrado. “Si llevaba bastantes era bueno, si llevaba poquitos estaba dormido, si no llevaba nada era malo y no servía”, relató un cabo. La JEP documentó 24 programas radiales donde Montoya felicitó a quienes produjeron bajas, pero no a quienes hicieron capturas o incautaciones de armas.
Esos incentivos tuvieron un impacto significativo en la carrera de sus destinatarios. Mientras el coronel Iván Darío Pineda, uno de los imputados, fue enviado como profesor a la Escuela de Artillería de Chile y luego fue nombrado director de la colombiana, otros vieron cómo el general Montoya hacía uso de su facultad discrecional para forzar su salida del Ejército o su traslado.
“A mí tráiganme litros de sangre”
El lenguaje del general Montoya, según la JEP, “incitaba al uso indiscriminado de la fuerza letal”. Sus interacciones con subalternos estaban atestadas de alusiones a “litros”, “chorros”, “ríos”, “barriles” o “carrotancados de sangre”, según testificaron varios militares. “A mí no me traigan problemas, a mí tráiganme litros de sangre”, dice un sargento que le oyó decir. Por orden suya, debían incluso comunicarse diciendo “se reporta sin novedad ni litros de sangre”, repitiendo el saludo si omitían la última parte, contó otro sargento. Ese leitmotif sanguíneo fue, según la JEP, lo que “tuvo mayor efecto (…) a la hora de interiorizar el mensaje de que las bajas en combate eran el único indicador de éxito”.
A las referencias continuas a la sangre se sumó otra peculiaridad lingüística: órdenes ambiguas que no indicaban el fin que debían dar a una persona retenida pero que eran suficientemente sugestivas, como “usted ya sabe lo que tiene que hacer”. Un capitán relató a la JEP que en una ocasión reportó una baja y dos fusiles, a lo cual su jefe le repuso: “Tiene un muerto en combate y tiene un fusil, busque el dueño del otro fusil”. Cuando un sargento reportó haber encontrado a un guerrillero inválido en silla de ruedas, un colega suyo relató que la respuesta de su superior, el también imputado coronel Julio Alberto Novoa, fue “No, bueno, entonces yo le envío ahí al inspector para el levantamiento”. Era una alusión velada al funcionario forense que procesa los cuerpos en un campo de batalla.
Para el tribunal especial, se trató de “mensajes implícitos que desembocaron en el asesinato de personas para ser presentadas como bajas en combate”, expresadas en un lenguaje contrario al deber de un comandante militar de impartir órdenes claras.
Encubrimiento en San Rafael
Una de las acusaciones más duras de la JEP a Montoya es haber mentido sobre el carácter ilícito de muchas de esas bajas e incluso haber encubierto extralimitaciones de los hombres bajo su mando. Lo afirma relatando un episodio concreto: el 9 de marzo de 2002, soldados dispararon contra una camioneta en zona rural de San Rafael donde viajaba un paramilitar conocido como ‘Parmenio’, sin percatarse de que adentro iban cinco civiles que murieron en el acto. Entre ellos había una niña de 13 años y otra de 16 años, que habían pedido un aventón para ir a una fiesta porque no había transporte público. El soldado reportó la muerte de civiles a su comandante, el coronel Novoa, quien a su vez informó a Montoya.
“Hay que decir que son guerrilleros del Noveno Frente de las FARC los muertos”, relatan que dijo Montoya al llegar al día siguiente en helicóptero. Novoa intentó corregir el error pero el general le ordenó, en palabras de la JEP, “sostener y comunicar públicamente esta versión falsa de los hechos”. Él mismo convocó una rueda de prensa en el hospicio de ancianos y públicamente los identificó como guerrilleros. No mencionó que eran civiles, como le advirtieron sus subordinados, ni que dos eran niñas. “¡Te va a hacer falta vida y a mí me va a sobrar para que me compruebes que mi hija es una guerrillera!”, le gritó Gloria Lucía López, madre de Érika Viviana Castañeda, fallecida a los 13 años.
“Esta conducta del comandante comunicaba a sus subordinados que era aceptable mentir cuando se tratara de mostrar resultados en la lucha contra los grupos subversivos y de encubrir una posible situación irregular”, concluyó la JEP.
El dilema de Montoya (y de sus defensores políticos)
El general Montoya, quien hasta ahora ha negado su responsabilidad, tendrá ahora seis semanas para decidir si acepta los delitos que le imputa la JEP.
En el sistema de doble carril de la justicia transicional, él y los otros ocho nuevos imputados podrán recibir una sentencia más leve de entre 5 y 8 años en un entorno no carcelario si -y sólo si- cumplen tres condiciones: reconocer su responsabilidad, contar a los familiares de sus víctimas las verdades que aún anhelan y repararlas personalmente. Esa es la ruta que hasta ahora más acusados han decidido transitar: 55 de los 62 militares imputados en este macro caso han reconocido. Los siete restantes irán al carril acusatorio y, de ser declarados culpables, se enfrentarían a penas de 15 a 20 años de prisión. Hace un mes, la fiscalía de la JEP presentó acusación contra el primero de éstos, el coronel Hernán Mejía.
Los sectores políticos que han defendido con ahínco a Montoya también enfrentan un dilema: si aceptan el acervo probatorio de una JEP de la que hasta ahora han sido escépticos y las confesiones de los propios militares implicados. El ex presidente Álvaro Uribe, quien nombró a Montoya máximo comandante del Ejército y luego embajador en República Dominicana, lo defendía hasta hace tres años como “un héroe de la patria” y advertía de la “injusticia” en contra suyo. Tras la imputación, defendió su política de seguridad y sus correctivos tras enterarse de las ejecuciones extrajudiciales y volvió a atacar al tribunal transicional como “una imposición de las FARC”, pero admitió que “algunos integrantes de las Fuerzas Armadas, por lucirse, violaron derechos humanos e incurrieron en falsos positivos”. No mencionó por nombre a Montoya, quien renunció al Ejército en 2008 justo cuando Uribe tomó medidas correctivas.
El reconocimiento de Uribe de esa macabra realidad, aunque sea parcialmente, muestra que tras años de divisiones sobre el tema, los colombianos están más cerca de aceptar que –como explica la JEP- muchos militares creyeron que “la forma de cumplir con su labor constitucional era matando a toda costa y exhibiendo cadáveres”.