Durante 2023 la Jurisdicción Especial de Paz (JEP) colombiana presentó sus primeras dos acusaciones en los macro casos donde eligió no centrarse en crímenes emblemáticos, sino en regiones específicas del país. Con ellas, el tribunal especial derivado del acuerdo de paz puso por primera vez la lupa en la manera cómo minorías étnicas, tanto indígenas como afro-descendientes, fueron especialmente violentadas a lo largo de medio siglo de conflicto armado en Colombia.
Una de esas decisiones, que salió en julio, supuso un hito porque reconstruyó la victimización masiva que sufrieron los awá, quizás el pueblo indígena más atacado de los 115 que hay en el país. Los crímenes que las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) cometieron contra ellos, argumentó la JEP, “fueron de tal gravedad que comprometieron su existencia y pervivencia física y cultural”. Por estos hechos, la JEP acusó a 15 antiguos mandos regionales de las FARC en Nariño, en la esquina suroccidental del país, como máximos responsables de haber cometido 16 crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad, incluyendo homicidio, desaparición forzada, violación, reclutamiento de menores y uso de minas antipersonal. Entre ellos hubo un primer repitente, Pablo Catatumbo, que ya había sido imputado por secuestro.
“Independientemente de que los miembros de las extintas FARC-EP no tuvieran como política escrita discriminar a los pueblos étnicos”, escribió la magistrada Belkis Izquierdo en su auto, “la política de control territorial y social implementada en estos lugares constituyó un ataque a su existencia (….) que les afectó de manera grave, diferenciada y desproporcionada”.
Desafortunadamente, la seguidilla de asesinatos y ataques han seguido a los awá en el último año y medio, con lo que su supervivencia continúa en entredicho. Esa oleada de violencia subraya las limitaciones de la JEP y de la justicia transicional, que buscan hacer justicia por las atrocidades ocurridas en el pasado reciente, pero que quedan impotentes ante las disputas hoy entre grupos armados ilegales por el territorio awá y la persistente violencia contra ellos.
“Un riesgo de exterminio físico, cultural y espiritual”
A lo largo de 1.046 páginas, la JEP documentó todos los delitos que cometieron las FARC durante un cuarto de siglo contra los awá, un grupo de 44 mil indígenas repartidos en 55 resguardos en donde la cordillera de los Andes desciende hacia el Océano Pacífico, muy cerca de la frontera con Ecuador. De asesinatos y desapariciones forzadas a reclutamiento de menores, violencia sexual y el uso indiscriminado de minas antipersonal, el ensañamiento de la guerrilla con ellos fue tal que, según la imputación, “los llevaron al riesgo del exterminio físico, cultural y espiritual”.
Los números del auto son aturdidores: entre 1990 y 2016, la guerrilla asesinó a 185 awá, incluyendo a 17 niños y a 11 adultos mayores. Solo entre 2005 y 2007 causaron el desplazamiento masivo de 4200 indígenas y luego, entre 2012 y 2013, de otros 5000. Todo esto en una población que, como resalta el auto, tiene niveles de pobreza del 83 por ciento.
Más allá de las cifras, resultan escalofriantes los relatos de la sevicia con que los atacaban dentro de sus resguardos, territorios de propiedad colectiva a los que los guerrilleros entraban sin pedir autorización y donde buscaban a sus víctimas con lista en mano. Con frecuencia, rellenaban las barrigas de sus víctimas con piedras y tiraban sus cuerpos a los ríos, prohibiendo o impidiendo a sus familiares buscarlos.
Cinco indígenas asesinados en 2003 fueron torturados al punto que, en palabras del tribunal, tenían “sus rostros salvajemente desfigurados con arma blanca”. La muerte del adolescente José Melandro Pai en 2012, tras pisar una mina antipersonal sembrada a 500 metros de su escuela, ocasionó el desplazamiento de 420 familias en el resguardo Inda Sabaleta. Una mujer, referida en el auto como la ‘víctima 33’, fue violada de manera rutinaria todas las semanas durante tres meses. Y en una de las masacres más emblemáticas para los awá, guerrilleros de la columna móvil Mariscal Sucre asesinaron en 2009 a once personas en el resguardo de Tortugaña Telembí. Entre ellas había dos mujeres embarazadas, cuyos vientres y genitales rajaron, en lo que la JEP describió como un ejemplo del “ensañamiento contra el cuerpo de las mujeres”. Cinco de esas víctimas continúan desaparecidas a hoy, incluidos los dos bebés Ñambí y Telembí que bautizaron según ríos locales y cuyos nombres los awá adoptaron recientemente para llamar su estrategia de autoprotección y resistencia cultural.
Asesinatos de líderes
Varios episodios muestran como sometieron a una misma familia a un continuo de vejámenes. Cuando un niño de 15 años que había sido reclutado se negó a atentar contra su familia y se fugó, las FARC fueron a su casa en Inda Sabaleta a violar a siete mujeres, incluidas dos niñas de 12 y 13 años. A otra familia, que se negó a aceptar la relación amorosa de un guerrillero con su hija de 13 años, le reclutaron otros dos hijos y los desplazaron.
Muchos de los blancos de las FARC eran líderes awá reconocidos. En 2004, asesinaron a Efrén Pascal, gobernador del resguardo Cuasbí Yaslambí, negando por años su responsabilidad y jamás revelando su paradero. Dos años más tarde, depararon la misma suerte al ex gobernador del resguardo Magüí, José Antonio Valenzuela, y a su hermano Jhon Jairo, amenazando luego a su madre para que dejara de buscarlos y obligándola a desplazarse. Llegaron a vetar a los indígenas llevar camisetas de Unipa, una de las organizaciones que los representan políticamente a nivel nacional. La finalidad, dice el auto, era “anular o cooptar la autonomía, el gobierno propio y el proceso organizativo del pueblo awá”.
Un piloto de “diálogo intercultural”
De manera muy interesante, la imputación hace un esfuerzo visible por incorporar la visión de los awá y narrar los daños desde su lógica – algo explicado parcialmente por el hecho de que el caso fue liderado por la magistrada Belkis Izquierdo, ella misma una indígena arhuaca y la primera mujer indígena en llegar a una alta corte en Colombia.
Por ejemplo, argumentó la JEP, la prohibición de las FARC de recuperar los cuerpos tiene un agravante adicional, dada la costumbre awá de enterrar sus ombligos al nacer en su hogar como manera de “sembrar para la vida”. “Si los awá no son integrados a su territorio, se genera un desequilibrio”, dice la decisión judicial, que fue uno de los primeros pilotos del “diálogo intercultural horizontal” que el tribunal de paz se propuso tejer con los sistemas jurídicos propios de los pueblos étnicos.
Una pieza clave de esa apuesta fue un proyecto en el que siete líderes indígenas y afro con experiencia en temas ambientales y conocimiento del territorio, que la JEP llamó ‘expertos interculturales’ y que fueron postulados por sus propias organizaciones, trabajaron con dos técnicos ambientales para recoger evidencia de los daños sociales y ecológicos.
También notificaron personalmente a 11 territorios indígenas y afro-descendientes del contenido de la imputación, un proceso novedoso que terminaron en diciembre. Pero que también significa que -en una de las posibles dificultades de este enfoque- los 15 acusados tendrán hasta febrero para decidir si aceptan los cargos (casi cuatro veces más tiempo que otros imputados).
Crímenes contra la “casa grande”
Para la JEP, los daños no ocurrieron únicamente contra los awá, sino también contra el territorio que ellos llaman ‘katsa su’ – o “casa grande” en lengua awapit- que el tribunal acreditó como víctima en el macro caso.
Según el auto, los atentados de las FARC contra el Oleoducto Transandino y su promoción de la minería ilegal de oro causaron graves consecuencias ecológicas y sociales en una de las zonas más biodiversas de Colombia. Los derrames de petróleo contaminaron cientos de kilómetros de ríos y esteros, afectando los ciclos de vida de las sabaletas y barbudos que los awá pescan y espantando a otros animales que cazan. Algunos resguardos, como el de Palmar Imbi, se quedaron sin agua potable por dos meses. También aumentaron los suicidios de indígenas –o ‘envenenados’ en la concepción awá- por ingesta de químicos usados en el procesamiento de cocaína, otra actividad que financiaba a la guerrilla.
Algunos de esos impactos los relata la JEP desde la cosmovisión awá. Por ejemplo, las manchas de crudo conllevaron la pérdida de plantas medicinales, sobre todo acuáticas, como la pichanga que usan en ceremonias de armonización o el chaguare que cura la enfermedad del mal viento, así como realizar el ritual del chutún. Disminuyeron también los caracoles de río que usan para tratar dolores estomacales y las iguanas cuya manteca alivia los dolores del parto. Esa contaminación también causó -señala el tribunal- que el espíritu al que llaman kuanka, que vive en las chorreras, los abandonara y que perdieran su protección. Y ocasionó la desaparición de sitios sagrados, como un túnel donde los mayores resguardaban documentos comunitarios que bien podrían ser títulos de la tierra.
Esas pérdidas, concluyó la JEP, generaron “desarmonías” para los awá y significaron que “vieron debilitado su vínculo inescindible con el territorio, del que se nutren y que determina su forma de vida”. De ahí que, entre los crímenes que imputó a los 15 guerrilleros están los crímenes de guerra de destrucción de la naturaleza como bien civil y de destrucción del territorio como bien cultural y lugar de culto.
“Lo que ocurrió allí respondió a una política”
Para la JEP, los crímenes cometidos por las FARC contra los awá, igual que contra los afrodescendientes y los indígenas eperara siapidaara en ese rincón de Nariño, formaban parte de su política de control social y territorial. Con esa estrategia buscaban, entre otros objetivos, dominar corredores estratégicos, financiar y engrosar sus filas, cooptar las organizaciones sociales y castigar a quienes no aceptaban su autoridad. “Lo que ocurrió allí respondió a una política, en ocasiones ordenada expresamente, en otras promovida y, en otros supuestos, autorizada tácitamente por los comandantes”, razonó.
A esa conclusión llegó reconstruyendo metódicamente -citando planes, manuales y cartillas de la guerrilla- la manera como cada uno de los seis patrones de macro criminalidad que identificó tuvo su origen en orientaciones de la cúpula de las FAR, que luego fueron puestas en marcha en Nariño por los líderes de su Bloque Occidental Alfonso Cano y tres estructuras locales bajo su mando.
Era una estrategia que no solo se expresaba con actos violentos, sino también con el lenguaje. La guerrilla usaba, dice la JEP, “un discurso estereotipado, de discriminación y racismo” que incluía señalar sin sustento a los awá y a sus líderes de ser violentos, borrachos y corruptos, rasgos que le permitían justificar su imposición de un “orden” y de unas normas obligatorias de “convivencia”. Como admitió uno de los imputados, Diego Alberto González “El Pollo”, “no podemos dejar que la gente hiciera o sea lo que quisiera”. Por este motivo, el tribunal también les imputó el crimen de guerra de persecución.
Todo esto llevó a la JEP a argumentar que las FARC buscaron el exterminio de los awá. “La pervivencia de estos pueblos no puede garantizarse con la mera existencia física de sus miembros individualmente considerados, sino que es necesario que puedan continuar como pueblo, para lo cual no solo necesitan estar vivos físicamente, sino permanecer en sus territorios y conservar su cosmovisión”, argumentó.
Una nueva oleada de violencia en dos países
Solo nueve días después de que la JEP develara su acusación contra las FARC, ocurrió un nuevo acto de violencia con miembros del pueblo awá. El 22 de julio, una estructura disidente de esa guerrilla que decidió no desarmarse con el proceso de paz asesinó al líder comunitario Camilo Guanga, a que ya habían retenido un año atrás, en el resguardo Piguambí Palangala. Una semana después, hombres armados asesinaron a tres indígenas, incluyendo dos adolescentes, en el resguardo Saude Wiway.
Son apenas dos de los casos de una larga lista de un 2023 fatídico para los awá. En enero, cuando despuntaba el año, el guardia indígena José Taicus Pascal, de 16 años, fue acribillado en el resguardo Alto Abi. Un mes más tarde fue asesinado el joven Alejandro Taicus en el resguardo Gran Rosario y, poco después, el guardia Marlon Hernando García en El Gran Sábalo. En ese mismo territorio fue asesinado en agosto Carlos Pai, de 20 años, mientras rogaba sin éxito en awapit a los integrantes de un grupo armado con los que se topó en la selva. Al mes fue asesinada Anarceli Preciado en Hojal La Turbia.
La situación se ha deteriorado tanto que en marzo las Defensorías del Pueblo de Colombia y Ecuador lanzaron, por primera vez, una alerta temprana binacional advirtiendo que en seis meses se había reportado el confinamiento y desplazamiento de 10 mil indígenas. En los últimos cuatro años se han triplicado los ataques y ya igualan ya los picos más altos de los años cubiertos por la investigación de la JEP, según el observatorio de derechos humanos de su organización Unipa. Ese riesgo de seguridad, que había originado ya unas medidas cautelares del Sistema Interamericano de Derechos Humanos en 2021, fue el que llevó al tribunal a anonimizar los nombres de todos los indígenas que testificaron, llamándolos simplemente ‘víctima’ y asignándoles un número.
No es la primera vez que un logro jurídico viene seguido por una ráfaga de violencia. Apenas nueve días después de que la Corte Constitucional determinó en 2009 –en una sentencia considerada emblemática- que los awá y otros 29 pueblos indígenas estaban en “alto riesgo de exterminio cultural o físico” por cuenta del conflicto armado, ocurrió la tristemente célebre masacre de Tortugaña Telembí.
“Los intentos de pluralismo jurídico más audaces en Colombia”
Esa oleada de ataques contra los awá, justo cuando trabajaron en llave con la JEP para documentar los crímenes de las FARC en su contra y cuando por fin atisban una justicia que les había sido esquiva, evidencia los límites que tiene la justicia transicional frente a las violencias del presente. Un límite de tiempo por un lado, ya que el tribunal puede investigar hechos cometidos hasta 2016, pero también de mandato frente a perpetradores dado que solo puede centrarse en las FARC y los agentes estatales, y no en grupos dedicados al crimen organizado o al narcotráfico.
“El nuestro es un escenario de justicia transicional donde el conflicto armado sigue, donde se desmovilizó una guerrilla pero estamos lejos de que se acabe la guerra. Eso, sin embargo, no le quita sentido y valor a los caminos de justicia que se han venido andando, que son los intentos de pluralismo jurídico más audaces que hemos visto en Colombia”, dice la abogada e historiadora Gloria Lopera, quien ha estudiado la historia jurídica de los territorios indígenas. Resultado de ese trabajo intercultural es una de las propuestas que ya hay de sanción restaurativa, que contempla la reconstrucción por parte de ex guerrilleros de las FARC –incluyendo los acusados pero también otros- de una casa de sabiduría y la restauración de los ecosistemas en Tortugaña Telembí.
Para Lopera, esos avances son el resultado de la composición diversa de la JEP –donde hay cuatro magistrados indígenas y cuatro afro- y por su decisión de tomarse en serio el diálogo intercultural. “No salen de la nada”, dice.