El 26 de abril, mientras hablaba en el colegio del que se graduó hace cinco décadas en la ciudad de Zipaquirá, el presidente colombiano Gustavo Petro pidió ondear una bandera azul, blanca y roja en el escenario. “¿No les gusta que la saquemos, cierto?”, dijo riendo. “Pero no va a estar debajo de los colchones”.
En el centro se leía el emblema ‘M-19’. Una letra y dos números que deletrean el acrónimo con que se hizo famosa la guerrilla Movimiento 19 de Abril en la que Petro militó durante doce años, hasta que firmó un acuerdo de paz con el gobierno de Virgilio Barco y dejó las armas en marzo de 1990. Ya transformada en un partido político, bajo el nuevo nombre Alianza Democrática M-19, trajo una bocanada de aire fresco a la política colombiana. Solo dos meses después, su candidato presidencial Antonio Navarro obtuvo 12% de los votos, algo inédito en un país hasta ese momento férreamente bipartidista y pese a que su candidato original, Carlos Pizarro, acababa de ser asesinado. A los seis meses, consiguió un cuarto de los escaños en la histórica Asamblea Constituyente de 1991 con que Colombia remplazó su Constitución del siglo XIX.
Pero la bandera que Petro celebró en Zipaquirá no fue la de líneas onduladas del partido AD M-19 que ayudó a modernizar el país y por el cual él fue congresista tres años, sino la de franjas horizontales que agitaba la guerrilla con la que se alzó en armas contra el Estado.
Mientras el primer presidente de izquierda en Colombia exhibe y celebra públicamente varios símbolos ligados a la extinta guerrilla, esto es percibido por muchos colombianos como una glorificación de la lucha armada, en momentos en que él intenta sin éxito negociar la paz con varios grupos ilegales en armas y el país espera las primeras sentencias de la justicia transicional sobre crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos por miembros del Ejército y de otra guerrilla desmovilizada, las FARC.
“El presidente Petro sabe que la bandera del M-19 no nos dice nada respetable a la mayoría de colombianos, al contrario, nos representa hechos e historias reprobables, incluso repugnantes. Usarla con su fuero de presidente de todos los colombianos es descaro y sobre todo estupidez”, dijo Iván Marulanda, un respetado ex congresista y constituyente.
“Esa bandera no se guarda”
Desde el día en que asumió el poder en agosto de 2022, Petro ha ensalzado varios símbolos ligados a la guerrilla en la que militó con el nombre de guerra «Aureliano», como el protagonista de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.
Su primera orden recién posesionado fue mandar traer la espada del libertador Simón Bolívar, que medio siglo antes esa guerrilla robó de un museo en su performance fundacional. En enero de este año, el Ministerio de Culturas conmemoró los 50 años de la “recuperación” de esa espada, adoptando la narrativa del M-19 del suceso y organizando una conversación con dos ex miembros de esa guerrilla. Luego, el 19 de abril Petro decretó un día cívico para ahorrar agua – coincidiendo con la fecha del hito fundacional del M-19 y con su propio cumpleaños. Hace un mes, cuando México eligió a Claudia Sheinbaum como su primera presidenta, su mensaje de felicitación resaltó que ella “ayudó en los tiempos de la clandestinidad al M19 en México”.
Al mismo tiempo, se ha rodeado en el gobierno de muchos de sus antiguos colegas de armas y partido. Otty Patiño es su comisionado de paz responsable de las ocho negociaciones en curso, mientras la ex congresista Vera Grabe lidera la mesa con la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y Gloria Quiceno es negociadora con el Estado Mayor Central (EMC), la mayor disidencia de las FARC que se apartó del acuerdo de paz de 2016. Asimismo, Carlos Ramón González lidera la agencia de inteligencia, tras haber sido su jefe de gabinete, y su mayor confidente, Augusto Rodríguez, está en la Unidad de Protección.
Pero su icono más recurrente ha sido la bandera del grupo guerrillero, que Petro defiende con vehemencia. “No, señores de la oligarquía, esa bandera no se guarda, no se esconde, esa bandera se levanta y va a continuar levantada”, exclamó en la marcha del 1 de mayo. “Se ha puesto de moda hoy, 34 años después, que no podemos hacer uso de los símbolos de la fuerza que fue mayoría por voto popular en la Asamblea Constituyente e hizo la actual Constitución: el M19”, dijo en junio, mezclando partido político y guerrilla, como si fuesen lo mismo.
Las ambivalencias de Petro con el M-19 y la lucha armada
Pero pese a esa falta de distinción de Petro, el “Eme”, como se le llama coloquialmente, tuvo dos realidades. La de una guerrilla urbana y carismática, muy distinta a las más rurales que han predominado en Colombia y conocida por sus audaces golpes de efecto con los que cuestionaba la repartición histórica y poco democrática del poder entre dos partidos. Y la de episodios dolorosos como el secuestro y asesinato en 1976 del líder sindical José Raquel Mercado, con lo que se convirtió -según el informe de la reciente Comisión de la Verdad- en “la primera guerrilla que usó abiertamente la libertad de las personas como instrumento para la consecución de fines políticos”.
Su acto más notorio y trágico fue la toma del Palacio de Justicia en plena plaza central de Bogotá en noviembre de 1985, en un aún confuso episodio que terminó con una violenta retoma por parte del Ejército y con el edificio de la rama judicial incinerado. Murieron un centenar de personas, incluyendo gran parte de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado, en actos por los cuales han sido condenados seis oficiales militares y que la Comisión de la Verdad describió como “un suicidio político para el M-19, aunque esta guerrilla solo lo admitió como un error militar”. En ese momento Petro estaba en la cárcel, donde pagó una pena de año y medio porte ilegal de armas.
Esa ambivalencia se refleja también en la postura del presidente sobre la lucha armada. “¿Si no se hubiera hecho en ese momento [empuñar las armas], Colombia sería más o menos democrática? La respuesta que yo me doy es que fue necesario”, dijo en una fogosa entrevista en la que defendió que su rol en el M-19 fue político y que líderes pacifistas como Nelson Mandela también fueron guerrilleros. “Nosotros teníamos el derecho a la rebeldía”.
Parte de su reticencia a matizar su visión de la lucha armada puede estar relacionada al hecho de que los integrantes del M-19, al dejar las armas en 1990, se beneficiaron de indultos amplios, no debieron ir a una justicia transicional y, salvo casos excepcionales, no debieron aportar verdad, escuchar a sus víctimas o pedir perdón por sus actos. En cambio, grupos que las dejaron después del Estatuto de Roma, como las FARC o los paramilitares, han debido ir mecanismos transicionales como la JEP o Justicia y Paz, donde han sido confrontados por sus víctimas y les han pedido perdón. Muchos de sus líderes, como el ex comandante de las FARC Rodrigo Londoño dicen hoy que la lucha armada está “desfasada en el tiempo”.
El sombrero de Pizarro y la sotana del cura Torres
Esa ambivalencia entre lucha armada y paz está más clara en la decisión de Petro el último mes de celebrar el hallazgo de prendas de vestir de dos fallecidos ex líderes guerrilleros.
A mediados de junio, anunció desde Suecia que había recibido de manos de un ex integrante del M-19 exiliado allí el sombrero aguadeño que llevaba Carlos Pizarro cuando fue acribillado en un vuelo a Barranquilla en abril de 1990, en plena gira electoral como primer candidato presidencial de la Alianza Democrática M-19. Tras su sugerencia, el Ministro de Culturas Juan David Correa lo reconoció como patrimonio cultural de la nación, pese a las críticas de que se ignoraron los procedimientos para hacerlo. Ocho días después, Petro anunció que una sotana que había recibido semanas atrás era la que había usado hace seis décadas el sacerdote Camilo Torres antes de dejar la Iglesia Católica para unirse a la recién nacida guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN). “Que su memoria viva en el recuerdo del pueblo de Colombia”, acotó.
Ambos fueron personajes carismáticos que han suscitado gran fascinación, pero cuyas vidas terminaron simbolizando valores muy distintos y reflexiones opuestas sobre la lucha armada. Pizarro, el máximo comandante del M-19 que lideró su trueque de las armas por las urnas, se convirtió en uno de los iconos trágicos de la campaña electoral más sangrienta de la historia colombiana (en la que fueron asesinados tres candidatos) y de la nefasta costumbre en Colombia de asesinar a muchos de quienes apuestan por la paz.
En cambio, Torres, el ‘cura guerrillero’ que pasó de defender la teología de la liberación a empuñar las armas, murió en su primer combate con el Ejército en 1966. En palabras de la Comisión de la Verdad, “pasó de rechazar la violencia a tomar las armas, dada la persecución, estigmatización y riesgo que estaba corriendo”, en un “proceso de radicalización [que] inspiró a muchos”. A hoy sigue siendo uno de los mayores símbolos del ELN, una guerrilla que no solo continúa en armas sino que ha mostrado poca voluntad de paz en negociaciones con cinco de los últimos siete gobiernos. Con el gobierno del propio Petro, no han avanzado mucho en medio de mutuas recriminaciones y la decisión en mayo del ELN de retomar el secuestro con fines económicos. Según la Comisión de la Verdad, el ELN ha sido responsable de 17.725 homicidios y 9.538 secuestros.
Aún existiendo un argumento robusto de que Pizarro fue un hombre de paz, la atropellada protección de su sombrero causó controversia. Quizás menos por el objeto y más por la coyuntura política, dado que su hija María José, congresista por el partido de Petro, suena como precandidata presidencial oficialista para 2026 y que Petro viene proponiendo una nueva asamblea constituyente para reemplazar la Constitución cuya autoría ha precisamente reclamado. “Lo que sí es un símbolo de la paz con el M-19, lo único de verdad importante y conmovedor, es la Constitución de 1991. Ese sí es el patrimonio cultural que hay que tutelar y defender”, escribió el novelista y ensayista Juan Esteban Constaín.
“Romantizar públicamente al M-19 y sus acciones es violento”
La voz más visible hasta ahora en repudiar la elección de símbolos del presidente ha sido Helena Urán, una politóloga y víctima del Palacio de Justicia que hasta ese momento era servidora pública de su gobierno.
Un día después de que Petro izara la bandera del M-19 en Zipaquirá, Urán le envió un mensaje público y luego una carta privada. “Romantizar públicamente al M-19 y sus acciones es nuevamente violento y empodera a quienes no quieren justicia ni verdad”, le escribió. Su padre Carlos Horacio Urán era magistrado auxiliar del Consejo de Estado cuando ocurrió la toma del Palacio de Justicia en la que se esfumó su rastro. Durante dos décadas su destino fue un misterio, hasta que la evidencia forense demostró que había salido vivo del edificio para ser luego asesinado y desaparecido por militares. Agobiadas por las amenazas instruyéndoles dejar de buscarlo, junto con su madre y sus tres hermanas debió partir al exilio. Helena tenía 10 años.
Además de víctima, Urán trabajó en el programa de educación para la no repetición del gobierno de Alemania, su país adoptivo, y en Colombia ha liderado iniciativas como retirar las medallas militares al general Jesús Arias Cabrales, condenado por desapariciones forzadas en el Palacio de Justicia, o solicitar medidas cautelares para los hornos crematorios de Juan Frío donde los paramilitares desaparecieron a cientos de personas. También escribió un libro sobre los dos días que marcaron su vida, en el que no atribuye la muerte de su padre al M-19 pero sí lo responsabiliza de una toma que, en sus palabras, fue una “condición necesaria” para lo que ocurrió después.
Urán sobre todo cuestiona el ensalzamiento que hace Petro de la guerrilla. “Los símbolos que elige hacen alusión a momentos violentos, de confrontación y poco diálogo. No le sirven al país porque no profundizan la democracia, sino que solo generan más confrontación”, dijo a JusticeInfo. “Además, son impuestos desde un lugar de poder, cuando sabemos que los símbolos con los que la gente se siente representada vienen desde abajo, de la sociedad”. A raíz de su carta, el ministro Correa –quien fue el editor de su libro- organizó un conversatorio sobre el poder de los símbolos políticos en el que Fabio Mariño, otro ex guerrillero del M-19 que también está en el gobierno, le dijo a Urán que “es más fácil perdonar que pedir perdón”.
Dos meses después, Petro no ha respondido su carta, pero a mediados de junio la Cancillería le notificó que su contrato como consejera para la no repetición no sería renovado.
Memorias para la paz y memorias para la guerra
Esa falta de respuesta a Urán es sintomática del problema que María Emma Wills, quien trabajó como investigadora durante una década en el Centro Nacional de Memoria Histórica estatal, ve en los símbolos de Petro. “No es el símbolo en sí mismo, sino el camino que usa para introducirlo en la narrativa nacional, sin discutirlo con otras personas y sobre todo con otras que puedan pensar distinto. Es lo que hace difícil no pensar que es una historia oficial”, dice Wills. En su libro más reciente ‘Memorias para la paz o memorias para la guerra’, la politóloga propone que hay unas narrativas públicas que atizan odios y pueden sentar condiciones para nuevos ciclos de violencia mientras otras promueven el encuentro democrático y nos hacen mejores ciudadanos.
En su visión, las primeras –que ella llama “memorias totales”- suelen ser binarias y estar protagonizadas por héroes y villanos, glorificando verdades únicas sobre el conflicto armado y reforzando fracturas entre la sociedad que se pueden tornar insuperables. Entre tanto, las que llama “la diversidad de las memorias” dignifican las voces de las víctimas, fomentan que quienes se vieron como enemigos ahora lo hagan como contradictores legítimos y, en últimas, promueven vivir con la pluralidad y no contra ella. “Petro está claramente tratando de ampliar la narrativa, enfatizando una nueva memoria oficial para ir contra otra. Uno se pregunta, ¿cuál es entonces la transformación, si se la van a apropiar sus adeptos pero no otros sectores?”, dice Wills.
Quizás el símbolo más acorde a esa segunda dimensión es la canoa vertical hecha por el artista Mario Opazo con el cobre fundido de las balas que dejaron las antiguas FARC en 2017 e instalado hace cinco años en el jardín de Naciones Unidas en Nueva York. Ignorado por el anterior gobierno de Iván Duque, fue inaugurado por Petro la semana pasada. En sus palabras, representa “las ganas de avanzar hacia delante como sociedad que tiene mucho de qué entristecerse, pero mucho más para bailar, alegrarse y vivir”.