Durante cuatro horas en la tarde del miércoles 18 de septiembre y una más a la mañana siguiente, el coronel retirado Hernán Mejía Gutiérrez se sentó en silencio en diagonal a quien, dos décadas atrás, fue su número dos en el Batallón de Artillería no. 2 'La Popa', al frente de la seguridad de una extensa región de sabanas ganaderas y carboneras flanqueadas por montañas en el Caribe colombiano, cerca de la frontera con Venezuela.
El también coronel retirado Heber Hernán Gómez Naranjo, recontó cómo Mejía, quien le miraba impasible, promovió desde comienzos de 2002 que soldados y oficiales de la unidad militar que entonces comandaba presentaran los cuerpos de una decena de personas sin identificación como falsas bajas en combate en operaciones militares igualmente ficticias. “Mi coronel, usted utiliza mucho un discurso de honorabilidad. Yo creo que no es honorable dar órdenes a sus subalternos y luego darle la espalda a sus hombres y lavarse las manos”, le dijo, en el único momento en que lo interpeló directamente.
La escena ocurrió en una pequeña sala de audiencias en la abrasadora ciudad de Valledupar. Era la apertura del primer juicio adversarial que lleva a cabo la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el brazo judicial de la justicia transicional colombiana nacida del acuerdo de paz con la antigua guerrilla de las FARC en 2016. Mejía está acusado de haber participado en 72 ejecuciones extrajudiciales entre 2002 y 2003.
Los dos ex altos oficiales del Ejército –y tocayos- están ambos imputados por crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad, pero representan las dos caras del modelo transicional colombiano. Mientras Mejía optó por no reconocer su rol en ha el escándalo conocido con el eufemismo de los ‘falsos positivos’, su interlocutor fue uno de los 12 militares del batallón La Popa que aceptó los cargos de la JEP. Pero tras admitir su papel durante una audiencia pública en Valledupar en 2022 y pedir perdón a las víctimas, Gómez Naranjo se apresta a recibir una sanción más leve que la que tendrá su antiguo superior si es vencido en este juicio que terminará a final del año.
El primer juicio adversarial de la JEP
El primer juicio adversarial de la JEP ha sido muy distinto a lo que hasta ahora han visto los colombianos del tribunal especial. En vez de las audiencias públicas cuidadosamente coreografiadas en donde ex integrantes de las Fuerzas Armadas o las FARC escuchaban los dolorosos relatos de decenas de víctimas y admitían su participación en ejecuciones extrajudiciales o secuestros, el juicio contra Mejía tiene un ritmo de staccato más propio de un juicio penal ordinario, con las respuestas fragmentarias y pequeñas teatralidades típicas de los interrogatorios y contrainterrogatorios.
No ocurre esta vez en un auditorio amplio ornado con las fotos gigantes de las víctimas y lleno de sus familiares. En la anodina sala de audiencias del quinto piso del edificio más alto de Valledupar, apenas diez víctimas siguen en silencio la diligencia judicial, algunas de ellas portando los rostros de sus familiares impresos en la camiseta. Su voz solo se escucha cuando alguna sube al estrado a testificar, como cuando Alith Pacheco narró cómo su hermano Anuar de Armas fue asesinado en febrero de 2004 por los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y su cuerpo presentado por el Ejército como un guerrillero del Ejército de Liberación Nacional (ELN) muerto en combate. Por el ventanal se cuelan las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, cinco capas superpuestas que van del verde esmeralda al morado grisáceo a medida que asciende la cordillera más alta del país.
Pero tampoco es un juicio penal ordinario. No se definió sino hasta una semana antes si sería público, ya que la defensa y la propia fiscalía de la JEP solicitaron mantenerlo en reserva. Los tres magistrados que lo fallarán, sin embargo, decidieron que primaba el principio de publicidad de la justicia transicional y ordenaron su transmisión en vivo –que alcanzó 19.700 vistas- salvo cuando haya un riesgo de seguridad para algún testigo. Tampoco era claro si los abogados de las víctimas podrían intervenir, algo que el sistema penal excluye pero que la JEP –dado su principio de centralidad de las víctimas- suele privilegiar. La defensa de Mejía y la Procuraduría General de la Nación se opusieron y, tras la decisión de los magistrados permitiéndolo, la defensa apeló. Es algo que definirá en los próximos meses la sección de apelaciones del tribunal, aunque entretanto la decisión se sostiene y los dos abogados pudieron participar.
Mejía, figura emblemática de los falsos positivos
Durante los tres primeros días de juicio, el coronel Mejía se mantuvo imperturbable, sus manos formando un triángulo sobre la mesa o cruzado de brazos. De tanto en tanto anotaba algo en su libreta. El resto del tiempo su mirada permanece posada, inescrutable, en el estrado de testigos a su izquierda. Solo habló una única vez. “Señoría, como lo he dicho y lo reitero, por la verdad y la historia que la JEP debe reconstruir para este país, por el respeto a las víctimas y la dignidad las instituciones, no acepto los cargos imputados. No puedo aceptar lo que nunca hice”, dijo al inicio del juicio, vestido con traje gris a rayas y corbata azul.
Para la mayoría de colombianos Mejía ha sido una de las figuras emblemáticas de los ‘falsos positivos’. Considerado como uno de los oficiales más condecorados del Ejército y portador de cinco medallas de orden público, Mejía fue relevado de su cargo en enero de 2007 por el ministro de defensa Juan Manuel Santos, durante el gobierno de Álvaro Uribe, en una de las primeras medidas correctivas antes de que estallara públicamente el escándalo. Era también la primera vez en la historia que un ministro de defensa reconocía públicamente los vínculos de un alto oficial militar activo con paramilitares.
Su caso fue remitido a la Fiscalía General de la Nación tras la denuncia de un subalterno, en palabras de Santos, por posibles “vínculos con el paramilitarismo, violaciones de derechos humanos, casos de bajas que podrían no ser el resultado de operaciones militares y actos de corrupción”. Seis años más tarde, fue condenado por la justicia ordinaria a 19 años de prisión por vínculos con los paramilitares. Años más tarde, el sector político liderado por Uribe empezó a usar su caso para oponerse a la negociación de paz con las FARC, difundiendo sus tesis de que era víctima de un supuesto complot urdido por ya para aquel entonces presidente Santos y su comisionado de paz Sergio Jaramillo, o de que esa guerrilla tenía un ‘secretariado especial’ que controlaba secretamente el Estado y hasta la iglesia y las mayores empresas.
El coronel que diseñó un plan criminal
El coronel Mejía está acusado de “idear, diseñar y ejecutar, a través de un ilegal aparato organizado de poder, un plan criminal que consistió en asesinar personas de la población civil y presentarlas como bajas en combate, motivado por darle a la sociedad una falsa percepción de seguridad y con el que pretendió consolidar la imagen de ser el mejor oficial del Ejército Nacional”, según la acusación de la Unidad de Investigación y Acusación de la JEP. Es el órgano encargado de acusar a quienes –tras las investigaciones previas conducidas por la Sala de Reconocimiento del tribunal- no admiten su rol, esclarecen la verdad o reparan a víctimas.
Según la teoría del caso que presentó el fiscal Samuel Serrano en Valledupar tres años después de la imputación original, hay “copiosa evidencia” de que Mejía estaba al tanto y participó en 72 ejecuciones extrajudiciales de las 75 que la Sala de Reconocimiento atribuyó al batallón La Popa durante su comandancia entre enero de 2002 y noviembre de 2003.
Esos crímenes ocurrieron, según la fiscalía, siguiendo tres modalidades. Al inicio, los militares se aliaron con los paramilitares, quienes señalaban o asesinaban a las personas que terminarían presentadas como falsas bajas en combate, en una alianza que describió como “de mutuo beneficio”. Luego, pasaron a asesinar ellos a los civiles. Y en paralelo, ejecutaron a desmovilizados que se habían rendido o estaban fuera de combate para inflar sus números.
Solicitud de la sentencia más severa de la justicia transicional
“Era irrelevante que Mejía estuviera presente o no en el lugar en el que se desarrollaban los hechos. Los integrantes del ilegal aparato organizado de poder que había ideado, creado y que ahora dirigía ya sabían cuáles eran las tareas que tenía cada uno de ellos encomendada [y] una vez más se activaba el ciclo del crimen”, dijo el fiscal. Uno recibía de paramilitares las ubicación donde encontrarían falsas bajas y simularían un combate, otro las llevaba a la morgue de Valledupar y acompañaba a los funcionarios que harían el levantamiento, uno más escribía el informe de patrullaje y la orden de operaciones falsa –y tardía- con que legalizaban el supuesto combate, todos luego coordinaban los relatos que harían a la justicia. En palabras del fiscal Serrano, “el tren estaba ya echado a andar: solo bastaba con subirse en él para cometer estos delitos”.
Las víctimas del batallón pasadas por miembros de grupos armados ilegales, explicó el fiscal, solían ser en realidad hombres jóvenes y con alguna “condición de vulnerabilidad”. De un total de 129 víctimas, 39 eran campesinos y 30 trabajadores informales, la tercera parte no terminó la escuela y cinco eran niños. Trece eran indígenas kankuamo o wiwa de la Sierra Nevada. “Han pasado 22 años –siguió el fiscal- Los invito a pensar qué ha ocurrido en sus vidas en los últimos 22 años: muchos terminaron sus estudios, construyeron un hogar, despidieron seres queridos y vieron llegar a otros, conocieron otros lugares y vivieron en diferentes sitios. Todo eso les fue negado a 72 personas y también a sus padres, hermanos, hijos y esposas”. Argumentando que Mejía recibió “múltiples oportunidades (…) para que reconozca responsabilidad” que “han sido desechadas”, pidió la sentencia más severa de la justicia transicional colombiana de 20 años de prisión.
“No era un tren homicida creado por mi representado”
Del otro lado, la defensa caracterizó a Mejía como un militar ejemplar que “salvó al [Cesar] de las pestes que lo estaban azotando” y recibió la comandancia del batallón en un momento turbulento, tres meses después de que las FARC secuestraran y asesinaran a Consuelo Araújo, la principal promotora del célebre festival de música vallenata de Valledupar y que había sido ministra de cultura hasta apenas seis meses antes.
“No era un tren homicida creado por mi representado”, dijo el abogado defensor Germán Navarrete, retomando la metáfora elegida por el fiscal en un país que no tiene transporte férreo de pasajeros. La defensa no negó que se cometieron crímenes en el batallón, pero buscó distanciar al coronel Mejía de éstos e insistió en que jamás impartió una orden ilegal. “Sí había soldados que mataban y oficiales que promovían crímenes al interior del batallón. Los hay en la Policía y en todos lados porque el poder corruptor del narcotráfico y de la criminalidad es grande. Pero no le podemos endilgar a los comandantes todo lo que hacen algunos de sus subalternos”, argumentó, para luego referirse a esos militares como ‘ratas’ y ser reprendido por la magistrada Reinere Jaramillo.
“Ese tren de la muerte ya estaba”
Según la defensa, el liderazgo de Mejía condujo 500 operativos militares exitosos en dos años y judicializó a soldados que desviaban armas a los paramilitares, apegándose a “a todos los reglamentos militares vigentes en la época”. Tenía 2.000 soldados a su cargo en “un batallón del tamaño de una brigada”, con lo cual –argumentó- el contexto no debería ser considerado prueba suficiente para condenarlo.
“Hoy lo estamos enjuiciando por lo que hicieron unos tenientes, unos oficiales y algún coronel”, dijo Navarrete, refiriéndose a los 12 oficiales que, tras ser imputados con Mejía en julio de 2021, han aceptado su responsabilidad y aún están a la espera de su sanción más leve de 5 a 8 años en un entorno no penitenciario. Dos ya testificaron contra Mejía y otros ocho deberían hacerlo en las tres audiencias restantes a lo largo de este año. A ellos el abogado defensor los describió como “una banda de sicarios comprometidos con paramilitares y guerrillas que ahora van a fungir como testigos” y con quienes la fiscalía “hizo una alianza conveniente”, en la que reciben un tratamiento penal más favorable. “¡Qué raro que [Mejía] haya creado un tren de la muerte y solo haya funcionado en Valledupar! Ese tren ya estaba”, cerró.
El comandante según sus subalternos
Entre el primer grupo de los 63 testigos pedidos por la fiscalía, tres sirvieron bajo Mejía en Valledupar y narraron varios de los crímenes en los que participaron directamente.
Primero el coronel Gómez Naranjo contó cómo, dos semanas tras llegar como comandante, Mejía le instruyó ir de noche con un grupo de soldados a una vía rural cerca de Valledupar donde vería una fogata. Justo delante del punto un carro huyó mientras hacía disparos al aire, tras lo cual encontraron entre el matorral un cuerpo uniformado que presentaron como un muerto en un operativo militar. “Combate no hubo, el occiso estaba ya ahí”, dijo, añadiendo que expresó su duda a Mejía y que éste le dijo “no se preocupe que era un bandido”. Gómez Naranjo, que en aquel entonces era mayor, dijo haber recibido instrucciones orales similares de Mejía, recogiendo cadáveres sin mediar siquiera un disparo y legalizándolos como muertos en combate. Nadie lo obligó, enfatizó varias veces, sino que él accedió a “trabajar así”.
Acto seguido, el teniente Nelson Llanos -que estuvo ocho años detenido pero no fue considerado máximo responsable como los demás- narró cómo en otra ocasión llegó a un paraje designado en Patillal donde encontraron cuatro cuerpos. Gómez Naranjo le ordenó preparar la orden de operaciones detallando el combate pero Llanos –entonces de 21 años- se negó, por lo que éste lo envío a hablar con Mejía. “Uno siempre tiene cosas en la vida que recuerda muy bien”, dijo, su mano aferrada a un rosario dorado. Según su relato, el coronel le dijo ‘eran bandidos y tenían que morirse, ¿listo?”. Obedeció porque, en sus palabras, “cuando el comandante del batallón le habla a uno en esos términos, uno no puede musitar palabra”.
Un relato más críptico hizo Manuel Valentín Padilla, quien era visto con frecuencia en el batallón vestido de civil pero en realidad era –sin que los otros supiera- un sargento en labores de contrainteligencia. Padilla contó como, oculto tras su chapa ‘Hugo’ y su disfraz de vendedor de plátanos en la plaza de mercado, se convirtió en el correo humano entre los paramilitares y Mejía, reportándole directamente los mensajes sobre lugares donde encontrarían los cuerpos de nuevas bajas. Por este rol también fue imputado por la JEP y aceptó los cargos.
“El oficial tropero, de honor con sus hombres, se me desdibujó”
Los nombres de sus víctimas estuvieron sorprendentemente ausentes de sus testimonios. Preguntado si alguna vez los había sabido, el coronel Gómez Naranjo respondió que “nunca”.
En cambio, fue visible su emoción cuando refirieron el momento en que decidieron romper con su antiguo jefe. Para Gómez Naranjo fue cuando, estando ambos detenidos, le preguntó por varios soldados inocentes pero acusados y, según su relato, Mejía le repuso que no se preocupara por ellos. “Ahí pude entrever que ese líder al que habíamos defendido por tanto tiempo no era el que imaginábamos. La figura que tenía de ese oficial tropero, de honor con sus hombres, se me desdibujó por completo”, dijo.
El teniente Llanos, quien describió a Mejía con sobrecogimiento como “la persona en quien todos queríamos convertirnos algún día”, contó que su punto de inflexión ocurrió cuando, llevando cuatro años privado de la libertad, le oyó decir que “no hay nada en esos procesos” penales. En ese instante Llanos le dijo, según su relato, que “no podía pretender que, después de que he leído los procesos y me di cuenta de lo que hicimos, me siga manipulando y diciendo que debo decir mentiras de que hubo combates”.
Los políticos que lo defendieron ahora guardan silencio
Además de la imputación, otro cambio significativo ocurrió en seis años de investigaciones de la JEP. Pese a su actitud combativa, Mejía parece no tener hoy la ascendencia y el magnetismo de otras épocas cuando el sector político más crítico de la negociación de paz con las FARC lo describía como “víctima de la infamia” y “gran héroe”.
Muchos de los políticos que lo defendían con ahínco hace una década hoy guardan silencio. El ex presidente Uribe, que difundía la tesis de la supuesta conspiración en su contra y posó con letreros con el título de su libro, trinó sobre él por última vez en 2018, año en que Mejía coqueteó con ser precandidato presidencial. No es claro aún si Uribe testificará a favor de Mejía como solicitó su defensa.
El Centro Democrático, el partido de Uribe, tampoco ha vuelto a hablar de él desde 2016. Varios de sus congresistas más visibles, como Paola Holguín o Paloma Valencia, también cesaron de defenderlo por esa época. Solo María Fernanda Cabal, actual precandidata presidencial y parte del sector de ultraderecha del partido, ha seguido haciéndolo, incluso desde el juicio.
“Mi descanso es que diga mi hijo no fue un guerrillero”
Para la decena de víctimas que estuvo en el juicio, ver a Mejía en el estrado resultó difícil –sobre todo en momentos como la primera pausa de almuerzo cuando coincidieron con él en el rellano del ascensor- pero satisfactorio.
“Siento una tranquilidad porque se está diciendo la verdad de lo que no era él”, dice Carmen Ruidíaz, refiriéndose a su hijo Jaider Valderrama que fue asesinado el 22 de marzo de 2003 y presentado como paramilitar. Incluso fue un bálsamo para víctimas, como Mara Nieto, que no eran parte del juicio. Su hermano José Luis desapareció en 2003 antes de llegar a la terminal de buses de Valledupar donde vendía tintos y apareció asesinado cinco años después en Villavicencio, a mil kilómetros de distancia. “Es como cuando estás muy enferma, has visitado todo tipo de médicos y de repente te llama uno a decirte que tienes un cáncer, pero que está en una etapa en que aún se puede hacer algo. Eso sentí”, dice.
Una sensación similar sintió Armando Pumarejo, cuyo hijo fue asesinado dentro del batallón el 22 de junio de 2002 y presentado en medios como miliciano de las FARC. Estuvo los tres días del juicio, cuaderno en mano y tomando notas. Le acompañaba su nuera Gelka Hinojosa, quien tenía un mes de embarazo de dos mellizas cuando perdió a su esposo y tuvo que usar sus vacaciones para ir al juicio.
“Mi descanso es que este señor, así como enlodó el buen nombre de Carlos Alberto, salga a decir ‘su hijo no fue un guerrillero’”, dice Pumarejo. “O al menos que lo diga la justicia transicional”.