Informe especial « Justicia transicional: El gran desafío colombiano »

Escribir sobre crímenes que no se olvidan

Dibujos de Azriel Bibliowicz y Ricardo Silva Romero, dos escritores colombianos.
En sus novelas, los escritores colombianos Ricardo Silva Romero (derecha) y Azriel Bibliowicz exponen el impacto de dos delitos emblemáticos del conflicto en Colombia - los secuestros y los «falsos positivos» - relatando las experiencias y traumas de sus familias. Ilustraciones: © Benoît Peyrucq
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ENTREVISTAS EN PROFUNDIDAD DE JUSTICE INFO

Azriel Bibliowicz y Ricardo Silva Romero

Escritores

Dos escritores colombianos han puesto lenguaje a horrores que este año podrían por fin ver justicia en su país. Los protagonistas de sus novelas son familiares de las víctimas, aquellos para quienes el crimen continúa mucho tiempo después de haberse cometido. ¿Qué poder tiene la ficción cuando la realidad desafía a la imaginación? ¿Cómo puede ayudar el lenguaje cuando ha sido tan degradado por la violencia? ¿Qué papel puede desempeñar la literatura en la justicia transicional? Azriel Bibliowicz y Ricardo Silva Romero nos llevan al «hospital de las palabras».


Tras ocho años de espera, en este año que inicia Colombia debería ver por fin las primeras sentencias de su justicia transicional. A hoy, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) -el tribunal especial nacido del acuerdo de paz de 2016 con la misión de esclarecer los grandes patrones criminales sufridos por los colombianos durante medio siglo de conflicto armado- ha imputado a 169 personas por crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad o ambos.

Entre ellos hay 33 ex miembros de la antigua guerrilla de las FARC, incluyendo toda su antigua cúpula, por su rol como máximos responsables en el secuestro de miles de personas. También a 110 militares, incluyendo dos ex comandantes del Ejército, otros seis generales y una veintena de coroneles, por su papel en miles de ejecuciones extrajudiciales que los colombianos conocen con el eufemismo de ‘falsos positivos’. Dos crímenes que son quizás los más emblemáticos y visibles para un país acostumbrado al horror.

Y que dos escritores colombianos pusieron en el centro de sus ficciones. Azriel Bibliowicz imaginó en su novela Migas de pan (2013) la historia de Josué, un relojero judío que sobrevive al Holocausto para décadas después, ya radicado en Colombia y aún intentando sanar los traumas de la guerra mundial, ser secuestrado y sumergido de nuevo en el infierno. Entre tanto, Ricardo Silva Romero recuperó en El libro del duelo (2023) la figura real de Raúl Carvajal, un humilde acarreador que por años parqueó su furgón convertido en museo ambulante en el corazón de Bogotá, clamando justicia para su hijo Raúl Antonio que era cabo del Ejército y fue asesinado por negarse a participar en los mal llamados falsos positivos. (En un giro casi de la ficción, ambos libros fueron editados por la misma persona, Carolina López Bernal, que también es la esposa de Silva Romero).

Ambas novelas reflexionan sobre esos crímenes con elocuencia y empatía, poniendo palabras precisas a dolores que son casi inenarrables y a los que los colombianos se han acostumbrado a referirse en un lenguaje jurídico. Uno describe los falsos positivos como “una empresa de conteo de cuerpos inocentes e indefensos que fueron ejecutados fuera de combate para crear la ilusión de que se estaba ganando la guerra”, mientras el otro llama al secuestro “un estado de coma (…) con un puntaje de tres en la escala de Glasgow, cuando el paciente no reacciona al dolor y sólo se confía en un milagro, que algo inasible lo despierte y se rompa la suspensión”.

JusticeInfo habló con ellos sobre sus novelas, la justicia transicional y sobre la importancia de la ficción en recordar estos crímenes para que nunca más vuelvan a ocurrir.

JUSTICE INFO: El secuestro y los falsos positivos son quizás los dos crímenes más visibles del conflicto en Colombia. ¿Por qué eligieron escribir sobre ellos?

AZRIEL BIBLIOWICZ: Decidí hacerlo porque tuve familiares que fueron secuestrados y porque  la comunidad judía de la que formo parte fue víctima de esta práctica de una manera muy dramática, al punto que una comunidad pequeña de unas 3 mil personas vio a una cuarta parte de sus miembros optar por irse de Colombia después a causa del trauma.

Pero ante todo porque el gran problema del secuestro era un hecho que la gente normalmente no tenía en cuenta: siempre se creía que el secuestrado era la persona que se habían llevado, pero yo vine a descubrir que era la familia entera.

RICARDO SILVA ROMERO: Mi elección estuvo muy motivada por el personaje de don Raúl, más que por el delito. Desde que él apareció en la Plaza de Bolívar y empezó a cubrirse su historia en la prensa, me pareció escalofriante y sentí algo parecido con la del profesor Gustavo Moncayo [que caminó mil kilómetros encadenado y pidiendo la liberación de su hijo militar, Pablo Emilio, secuestrado por las FARC]. Tienen algo que remueve una especie de memoria ancestral, de los mitos del principio de los tiempos: padres que atraviesan un país para reclamar por la ausencia de sus hijos. Era una tragedia por lo desgarrador del padre que entierra a su hijo, pero también porque era un hijo que no quería participar en la barbarie.

Esa imagen de él parqueando su camión museo todos los días en el centro de Bogotá como si fuera su oficina, contando la historia de su hijo, que yo incluso escuché un par de veces, habiendo él entendido que esa era la forma más cercana de justicia que tendría, me revolvía el estómago. Cuando murió le escribí una columna de despedida, pero me pareció claro que eso no contaba su historia y que había que hacerlo de un modo que fuera más comprensible emocionalmente. A mí me interesa mucho el tema de cómo contar para que a la gente de verdad le afecte, porque a todos nos producen malestar las cifras de masacres, pero eso no significa que dimensionamos la gravedad. En paralelo, pero eso ya fue una coincidencia, el abogado de don Raúl me dijo que su familia quería que yo contara su historia.

Raúl Carvajal en Bogotá delante de su furgoneta, transformada en museo ambulante, exigiendo justicia para su hijo Raúl Antonio, cabo del ejército asesinado por negarse a participar en los «falsos positivos».
Raúl Carvajal en Bogotá delante de su furgoneta, transformada en museo ambulante, exigiendo justicia para su hijo Raúl Antonio, cabo del ejército asesinado por negarse a participar en los «falsos positivos».

Ambas historias están narradas desde la perspectiva de quienes se convierten en buscadores de tiempo completo de sus seres queridos. A Josué lo buscan su esposa Leah y su hijo médico Samuel, que esperan noticias que llegan a cuentagotas, sufren imaginándolo a él sufrir y renuncian a su trabajo para dedicarse a negociar su liberación. Al Mono lo pudieron enterrar sus familiares, pero su papá Don Raúl y su hermana Doris no descansan buscando que el Estado reconozca que la fuerza pública cuya misión es cuidar a los ciudadanos fue quien lo mató. ¿Por qué eligieron centrarse no en las víctimas directas del crimen, sino en sus familiares que también lo son?

RSS: Lo he pensado, pero después de escribir la novela. En su momento me pareció clarísimo que era la historia de don Raúl, como alguien obligado a ser el evangelista de su hijo. Pero a raíz del libro empecé a conocer a mucha gente que trabajaba con víctimas y un día [el músico] César López me invitó a uno de sus conciertos de ‘resistencia’ con víctimas artistas. Tuve dudas de ir porque no sabía qué haría allí, porque la persona que ha vivido ese tipo de duelos en mi casa ha sido mi mamá, a quien le mataron dos hermanos. Desde niño fui consciente y me ha dolido el asesinato de mis tíos, uno de ellos justo en la Jiménez donde solía estar don Raúl y otro en el Palacio de Justicia, pero no lo sentía tan directo. Terminé yendo y topándome en el camerino con Helena Urán y Jineth Bedoya [víctimas emblemáticas de desaparición forzada y violencia sexual respectivamente]. Y me sentí absolutamente cómodo hablando con ellas, sentí que estaba hablando con mi mamá.

En ese momento me di cuenta que estoy habituado a acompañar esos duelos, que entiendo la lengua del trauma, la incapacidad de escapar a una misma historia y vivir siempre el mismo día. Sentí que sí sé hablar de esto, que sé acompañar funerales y traumas. Entendí que he venido escribiendo desde el punto de vista de los que se quedan, de los que sobreviven a la barbarie y están obligados a seguir honrando -entre la culpa, el arrepentimiento y el dolor- a la gente que le mataron.

Las personas a quienes les secuestraban un familiar vivían pegadas a un teléfono esperando una llamada que no se sabía cuándo podía venir. Por eso la novela comienza con esa palabra, ‘espere’.

AB: En los años 80, justo la época en la que yo ubiqué mi novela, no había celulares y las personas a quienes les secuestraban un familiar vivían pegadas a un teléfono esperando una llamada que no se sabía cuándo podía venir. Por eso la novela comienza con esa palabra, ‘espere’.

Esa espera marca toda la novela porque tiene muchos significados. Por un lado, es un despliegue de poder: si alguien te pone a esperar en una antesala en una oficina, esa espera marca un poder. Es un elemento que ya genera una distancia, tú tienes que esperar que yo te atienda. Descubrí que los nazis hacían eso: ponían a los prisioneros en el invierno crudo a esperar durante horas a que llegara el comandante, en un despliegue de ese poder. También tiene un elemento traumático porque genera un presente continuo. La familia termina no haciendo nada distinto a hablar de la espera y concentrarse en ese tiempo continuo, que es el tiempo traumático de cualquier enfermo o cualquier persona que es llevada a un gulag. Es otra forma de prisión.

Ricardo, su novela elige la ficción para narrar la historia de una persona que existió, un padre que “lleva el duelo encajado en el hígado hasta que un día le hiciera metástasis” y busca probar al mundo que “hubo soldados ejecutados por ser honorables”. ¿Por qué es tan especial ese viaje hacia la verdad de Don Raúl?

RSS: Hay varios rasgos que lo convierten en una persona que uno puede sentir que lleva por dentro, casi un arquetipo. Es un padre lleno de coraje que quiere reivindicar a su hijo, que incluso lleva su mismo nombre, que dentro de esa guerra recorre Colombia en un camión, casi probando que sí se puede a pesar de lo peligroso que puede ser, y que es un trabajador, todo eso en tiempos en que es tan evidente la fascinación social y mundial por los antihéroes desde el ‘Padrino’ Vito Corleone hasta Walter White de Breaking Bad. A mí me interesa reivindicar a quienes, sin ser caricaturas y siendo complejos, no son villanos.

Me interesaba que era un padre en un mundo que tiende a sentirse más representado por las madres. Un padre al que las madres de falsos positivos al principio miraban de reojo, pero que terminó siendo uno de ellas.

También me gustaba que su hijo fuera un soldado honorable. Yo lucho siempre en la ficción y en mis columnas por matizar y volver complejos los asuntos, razón por la cual mostrar que el Ejército tiene un montón de gente que se niega a cometer esas barbaridades me resultaba intrigante. En mi educación y en mi familia el Ejército era un agente del terror, recuerdo a amigos de mi mamá llegar al edificio donde vivíamos cuando yo era un niño de cinco a diez años [entre 1978 y 1982] a contar que los habían torturado en la Escuela de Caballería que quedaba en diagonal. Por eso para mí el Ejército era una tarea pendiente: darme cuenta que si uno busca soldado por soldado descubriría que muy buena parte de esa gente es buena, cree en lo que está haciendo y no es el cuerpo sórdido de tiempos del Estatuto de Seguridad [una ley de 1978 que extendió los poderes de los militares y la policía bajo el manto de la seguridad nacional y que facilitó gran número de violaciones de derechos humanos]. Acá había alguien que quería ser soldado desde joven, que le gustaba caminar en uniforme por el barrio, que sentía que ser militar significaba dignidad y honra para su familia. Y también porque es una familia que, en el gobierno de Álvaro Uribe [durante el cual ocurrió el grueso de las ejecuciones extrajudiciales] y en una tierra uribista como Montería, creía en el Ejército pero termina dándose cuenta de que era un simulacro.

Por último, me interesaba que era un padre en un mundo que tiende a sentirse más representado por las madres, sean las de Soacha o las de la Plaza de Mayo en Argentina. Un padre al que las madres de falsos positivos al principio miraban de reojo, pero que terminó siendo uno de ellas.

Azriel, dos de sus protagonistas sobreviven a la segunda guerra mundial, Josué a un gulag en la tundra siberiana y su esposa Leah a Auschwitz, para medio siglo después quedar atrapados en el horror del secuestro en su país de acogida. ¿Cómo es posible ese trauma dentro del trauma?

AB: A mí siempre me ha interesado mucho que Colombia es un país sui generis, cargado de contradicciones. Y todos los escritores sabemos que las contradicciones forman parte de la realidad, ¿pero tantas? Por ejemplo, vivimos en un lugar exquisito -uno de los más biodiversos del mundo- pero tumbamos la naturaleza con enorme facilidad, como si no nos importara nada. Otro ejemplo: en los años 80 batimos el récord mundial de secuestros, con lo que terminamos una vez más siendo extraordinarios pero en lo negativo.

Colombia era entonces el único país donde una persona que venía de sobrevivir al Holocausto podía ser secuestrada y de hecho conocí a una mujer judía que llegó después de la guerra y luego fue secuestrada por [la guerrilla del] ELN. Lo que pasa aquí muchas veces no se repite en otros lugares del mundo. Entre otras porque para ser secuestrado no tenías que haber hecho una fortuna sino que te podían raptar por cifras insignificantes. Se convirtió en uno de los crímenes transversales del país. Por eso sentí que tenía sentido el doble cautiverio de ambos en la Segunda Guerra Mundial, porque también veía que uno de los elementos que atravesaba esa experiencia era el del hecho histórico que nunca sería posible olvidar. Nadie que haya sido secuestrado lo olvidaría, nadie que viva en un campo de concentración lo podrá olvidar.

En Colombia, una madre sostiene una foto de su hijo secuestrado por un grupo rebelde en Bogotá en mayo de 2001.
Una madre sostiene una foto de su hijo secuestrado por un grupo rebelde en Bogotá en mayo de 2001. Foto : © Rodrigo Arangua / AFP

El lenguaje es una de las grandes víctimas de la guerra, porque ésta distorsiona la realidad y nuestra realidad es el habla. Por eso también dentro del ‘gabinete de las maravillas’ que atesora Josué hay un hospital de palabras donde se pueden curar esas palabras lastimadas por los hechos.

Ambos subrayan el lenguaje peculiar que usan quienes cometieron o esconden esos crímenes. Los guerrilleros secuestradores hablan con normalidad pasmosa del “muñeco” que “ya no protesta” y piden a los familiares “mejorar la oferta” por la “mercancía”. Los militares encubridores de falsos positivos, o simplemente indolentes, hablan de que “murió como héroe de la patria”, “abaleado por un insurgente” y que “no hay presupuesto” para enterrarlo. ¿Qué importancia tiene el lenguaje y la manera como lo distorsiona la violencia?

RSS: A mí me preocupa sobre todo cuando el lenguaje se devalúa por la verborrea y la mentira, hasta dejar de servir. Eso se nota muy pronto en la guerra: el empobrecimiento del lenguaje hacia uno lleno de clichés y jergas burocráticas va alejando las palabras de los hechos cada vez más. En ese contexto, las instituciones se vuelven máquinas y olvidan que los ciudadanos tienen historias, que hay que escucharlos y tratar de entenderlos. Cuando un mundo es deshumanizado, el lenguaje es vano.

AB: Tras la Segunda Guerra Mundial, grandes escritores como Jean Améry y Paul Celan entendieron que el lenguaje es una de las grandes víctimas de la guerra, porque ésta distorsiona la realidad y nuestra realidad es el habla. Me interesó recoger ese lenguaje destruido porque es algo que ocurre y del cual la gente no es consciente. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que en Colombia usemos la palabra ‘vacuna’ que nos cura de enfermedades para hablar de extorsiones? ¿Cómo le dimos la vuelta al sentido de una palabra que nos protege para volverla una plaga?

Por eso también dentro del ‘gabinete de las maravillas’ que atesora Josué hay un hospital de palabras donde se pueden curar esas palabras lastimadas por los hechos. ¿Y quiénes son los médicos de las palabras? Son los poetas quienes encuentran nuevos caminos para revitalizar la palabra y es casi una ironía de la historia, como digo en mi novela, que fue un poeta judío como Celan quien le da respiración boca a boca al alemán. Por supuesto, un país con un conflicto tan degradado como Colombia tiene un hospital de palabras largo.

Azriel, su novela profundiza mucho en la incertidumbre y la imposibilidad del gozo de los familiares del secuestrado, de cómo todos quedan suspendidos de una “clepsidra que nos roba gota a gota el amor”. En sus imputaciones contra las FARC, la JEP dedica un espacio significativo a los tratos degradantes infligidos a los cautivos pero también a los años de sufrimiento que padecieron sus familias. ¿Cree que es un tema que los colombianos tenemos suficientemente presente?

AB: Sí, porque la familia también sufre todo tipo de traumas y dilemas horribles. Intenté reflejarlos en la figura del hijo, que vivía con su familia en el exterior pero se ve obligado a regresar al país a rescatar a su papá. Por un lado la esposa siente que la ha dejado sola al cuidado de su bebé, pero por el otro no puede dejar sola a su mamá tampoco y tiene que ayudarle a rescatar a su papá. O de que les piden cifras estrafalarias que las familias no tienen o que pagan un rescate pero luego les dicen que en realidad esa era la cuota inicial, situaciones terribles que en Colombia pasaron. Son conflictos terriblemente dramáticos donde ninguna opción es buena.

A eso se suma que el secuestro era un delito de una complejidad enorme que muchas veces olvidamos: se volvió un negocio donde había mucha gente metida, como los que recomendaban a quiénes secuestra, los que vendían pólizas contra secuestro, los que proporcionaban el dinero para pagar el rescate a cambio de acuerdos onerosos de compraventa de bienes...

A veces me pregunto si el trabajo monumental que hizo la Comisión de la Verdad ha llegado a más de mil personas o si es para especialistas. Por eso la pregunta de fondo sigue siendo, ¿cómo popularizarlo más?

Ricardo, usted documenta con gran detalle todas las contradicciones en torno a la muerte del Mono: a la familia le dicen que lo mató el ELN en Tibú pero también que fueron las FARC en El Tarra, que le disparó un francotirador aunque tenía heridas a quemarropa. También el cúmulo de hechos extraños: muchos obstáculos del Ejército para entregarles el cuerpo, un combate que no fue registrado por ningún medio de comunicación, una falsa psicóloga que llegó al velorio… En sus imputaciones por falsos positivos, la JEP ha hecho mucho énfasis en los diferentes modus operandi y estrategias empleados para disfrazar los homicidios de civiles indefensos como “resultados operacionales ficticios”, desde la puesta en escena de los combates hasta la falsificación de los documentos operacionales. ¿Cree usted que los colombianos somos tan conscientes de los retorcidos esfuerzos por falsear la realidad, que se valieron de los recursos de una institución pública, como lo somos de que hubo esos asesinatos?

RSS: Yo he ido un par de veces a la JEP, incluso a hablar de este libro, y es muy interesante porque siempre volvemos al mismo tema del que converso con quienes trabajan con memoria histórica del conflicto. Siempre llegamos a la pregunta, ¿cómo hacemos para que esto llegue a más personas? Porque a veces uno siente que empieza a conocer a todos en ese mundo y que todos allí nos enteramos del buen trabajo que se está haciendo, pero que se queda entre nosotros. A veces me pregunto si el trabajo monumental que hizo la Comisión de la Verdad ha llegado a más de mil personas o si es para especialistas. Por eso la pregunta de fondo sigue siendo, ¿cómo popularizarlo más?

Por ejemplo, a mí me parece que la cifra [de la JEP] de los falsos positivos sí ha llegado a muchos estamentos de la sociedad, aunque aún haya oportunistas como [el congresista] Miguel Polo Polo diciendo que no fueron 6.402 sino 1.200, cosa que ya es una tontería y un escándalo pasajero. Creo que la noción de que esto pasó sí está muy metida dentro de la sociedad colombiana, incluso entre quienes rechazan la idea de que aquí hubo un conflicto armado. Sabemos que la guerra se degradó, que se cruzaron líneas de barbarie y horror. Que hubo 6.402 Raúles Carvajales, con familias, con proyectos y con cuestiones que iban a hacer al día siguiente.

Ahora, que hubiera estrategias por grupos dentro del Ejército para enredar la verdad, desaparecer cosas y falsear la realidad, es un siguiente nivel que requiere más interés y más tiempo para darse cuenta, tal vez porque -de nuevo- la gente no está tan atenta a los matices. En este mundo tan de manadas también hay otros que asumen que todos son hampones y que hubo un plan de todo el Ejército, sin saber realmente cómo está eso trenzado. Por eso era una dimensión que me interesaba mucho.

En las novelas de ambos, la sociedad colombiana es una masa anestesiada a que poco se conduele por lo que sucede a sus protagonistas. ¿Por qué creen que, como dice el narrador del Libro del duelo, ellos “estaban solos en la tarea de la justicia porque nadie que no estuviera hasta el cuello tenía tiempo para enterarse de la guerra” y que como dice el de Migas de pan, “este país con su irreflexión parece condenado al sainete [donde] los secuestrados están y no están, y la guerra persiste pero se niega”?

AB: Yo creo que somos un país dedicado al olvido, porque también es muy difícil vivir en un país que lleva 80 años de violencia. Tenemos una capacidad de borrar lo que pasa de manera casi inmediata y además creemos que basta por ejemplo con tumbar el edificio del Palacio de Justicia y ya no vamos a recordar lo que pasó allí, o cambiarle el nombre al Palacio de la Inquisición de Cartagena por el de Museo Histórico para desdibujar lo que realmente pasaba allí (y sobre lo cual trata la novela en que estoy trabajando ahora).

Creo que tenemos una lógica necesidad de olvido, pero aquellas culturas que deciden borrar su propia historia tienden a cometer los mismos errores, una y otra vez.

Hay desgaste por compasión. No es fácil que una sociedad en pleno se detenga a pensar en el dolor y la injusticia, en que sus instituciones se han trenzado con la guerra, la violencia y la corrupción. Pensar eso todo el tiempo paraliza.

RSS: Yo creo que es difícil que la gente pare para atender el drama de la guerra por muchas razones, incluyendo el hecho de que dedicarse a la compasión -y es un tema que me está interesando ahora- enferma. Hay desgaste por compasión. No es fácil que una sociedad en pleno se detenga a pensar en el dolor y la injusticia, en que sus instituciones se han trenzado con la guerra, la violencia y la corrupción. Pensar eso todo el tiempo paraliza. Y es también es muy duro exigirle a una sociedad obligada, como Colombia, a trabajar de 6 de la mañana a 6 de la tarde, que además sea empática y tome partido. Es comprensible que la gente lo que quiera sean gobiernos que resuelvan los asuntos y que no sea más trabajo.

¿Cómo hacemos para que la gente tenga ese tiempo, que tenga esa claridad de qué pasó sin importar si fue este o este, si era de derecha o izquierda, que lo que importa no es el victimario sino la gravedad de que a alguien le pase eso? ¿Cómo volver a la gente a la agenda de lo humano? Más que indolentes y dormidas, son sociedades sin tiempo. Arriadas y en vértigo constante. Y la guerra cuenta con eso, con que no es fácil estar reaccionando desde lo humano y diciendo ‘oiga, a nadie le pueden matar al papá o al hijo’.

El libro del duelo, de Ricardo Silva Romero, publicado en 2023, y Migas de pan, de Azriel Bibliowicz, publicado en 2013.
El libro del duelo, de Ricardo Silva Romero, publicado en 2023, y Migas de pan, de Azriel Bibliowicz, publicado en 2013.

Lo primero que quieren asegurar los dictadores y asesinos es el olvido, que hagamos borrón y cuenta nueva. Pero la memoria es como un corcho: la tratas de hundir pero tarde o temprano termina saliendo a flote.

En Migas de pan, a Leah –traumatizada por la muerte de su familia en Treblinka y ahora lidiando con el secuestro de su esposo- le genera desasosiego que “la memoria fuera incontrolable y removiera las imágenes de la guerra y las regurgitara en cualquier momento”. Mientras tanto, Josué sueña con un “almanaque de las rupturas” que conmemore todos los genocidios de la historia y crea su propia palabra para denotar un lugar de memoria ya que el español no la tiene. ¿Hay siempre un baile que va y viene entre el olvido y la memoria?

AB: Mi novela juega con el papel de la memoria y el recuerdo porque son temas fundamentales y, bueno, el mundo judío siempre ha sido uno preocupado por la memoria. Además, lo primero que quieren asegurar los dictadores y asesinos es el olvido, que hagamos borrón y cuenta nueva. Pero la memoria es como un corcho: la tratas de hundir pero tarde o temprano termina saliendo a flote. Y sí puede salir algo distorsionada o distinta, pero ahí está, ahí queda.

Por supuesto no podemos recordarlo todo porque nos pasaría lo de Funes el memorioso [el personaje de un cuento de Jorge Luis Borges], que sufre al recordarlo absolutamente todo. Pero otra cosa es ser desmemoriado como a veces somos los colombianos, que tendemos que olvidar lo que no deberíamos.

A veces la realidad parece superar la ficción. Don Raúl, el de carne y hueso pero también por supuesto el de su novela, murió el 12 de junio de 2021, el día después de que el ex presidente Juan Manuel Santos se presentó ante la Comisión de la Verdad y pidió perdón por las ejecuciones extrajudiciales ocurridas mientras fue ministro de Defensa entre 2006 (año en que fue asesinado el Mono) y 2009. Esa coincidencia es impactante y, sin embargo, pasó relativamente desapercibida. ¿Cree que a veces no dimensionamos la importancia de cosas que suceden?

RSS: Creo que sí. Que un Presidente de la República se hubiera parado ante una Comisión de la Verdad y pidiera perdón en el año 1980, para no ir demasiado lejos, habría sido un giro en la historia del país. Pero en este ruido y atomización que hay hoy, el país ya no está viendo el mismo escenario o atendiendo la misma arena política. Yo no sé si es mejor o peor, pero es otra cosa y la atención está muy repartida en versiones de los hechos que cada grupo tiene su propio país en mente y hay demasiados países.

Es más, es difícil que la gente entienda que la guerra es el problema más importante de Colombia. No veo en la realidad o en las encuestas que la gente lo tenga claro.

La novela tiene una duración más conmovedora al ir de mano en mano poco a poco.

En últimas, los personajes de los dos reflexionan sobre la importancia de los relatos para asegurar que no haya impunidad. Josué solía decir que “es con olvido que los asesinos se lavan las manos” y don Rául que “solo se daría justicia si se contaba la historia”. ¿Qué rol creen que juega la literatura en ayudar a minimizar las posibilidades de que estos crímenes vuelvan a ocurrir, en un país que aún espera los primeros fallos de la JEP y todavía tan dividido sobre cuál es la mejor manera de terminar con tanta violencia?

RSS: La ficción es la herramienta más efectiva para que a uno se le revuelva el estómago.  El efecto de la televisión se mide en millones, que se convierten en cientos de miles al llegar al cine y a miles cuando llegamos a la literatura. Un libro muy exitoso acá puede llegar a 100 mil lectores, pero 10 mil o 30 mil personas ya son un buen número para influir en la realidad de un país porque sus comentarios tienden a irradiarse mediante el voz a voz, empezando en la gente que está interesada en el tema y llegando a la que no lo conoce.

Eso me acuerda de algo que pasó cuando salió la novela: el yerno de don Raúl apareció, llamó a Doris Patricia porque acababa de ver el libro expuesto en una vitrina y la sensación de ellos era que lo que había querido don Raúl era que su relato estuviera en manos de la gente. Me gusta esa idea de qué es posible dentro de la justicia porque la reivindicación por parte de la institucionalidad muchas veces será corta e insatisfactoria, pero la novela tiene una duración más conmovedora al ir de mano en mano poco a poco.

AB: Yo creo que la literatura humaniza los conflictos y lo que yo traté de hacer al contar la historia desde la perspectiva de estos personajes era justamente eso. Yo vengo de la sociología en donde los conflictos no se personalizan, pero acá tu sientes el drama de Leah y el drama de Josué. La literatura genera empatía, te identificas con los personajes. Y en esa medida tu experiencia es diferente.

Pablo de Greiff, jurista colombiano y ex relator especial de Naciones Unidas sobre la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición –es decir, los derechos de las víctimas- insiste en que la finalidad de la justicia transicional es recuperar la confianza entre la gente en una sociedad y de ellos hacia sus instituciones.  ¿Tienen esperanza de que el camino recorrido por Colombia con el acuerdo de paz y la justicia transicional lo logren?

AB: El punto fundamental es que seamos capaces de convivir dentro de nuestras diferencias y entender que esta casa nos pertenece a todos. Eso es lo que más difícil nos ha resultado: tenemos unas diferencias sociales tan marcadas, tenemos un racismo tan incrustado en nuestra realidad. Esta es la primera vez en nuestra historia que tenemos una vicepresidenta negra [Francia Márquez], pero todavía dentro de nuestro lenguaje las palabras ‘negro’ o ‘indio’ prevalecen como despectivas. Hay frases comunes como ‘trabajar como un negro’ o ‘más bruto que un indio’ que reflejan esa falta de conciencia nuestra. Son palabras enfermas.

RSS: Este acuerdo de paz a mi modo de ver era la noticia más importante desde la Constitución de 1991, lo que significa que sería una de las noticias más importantes de la historia de Colombia. Pero uno se da cuenta que eso es así para uno y para un grupo grande de personas que viven en el país, pero que no es tampoco el país en general.

El problema es que estamos en un momento de reversazo, no solo en Colombia sino en todo el mundo, en que llega al gobierno gente que desprecia las instituciones y al Estado, que está más interesada en decir lo que está mal que en administrar un país y fortalecer sus instituciones. Es un momento en que se le puede distorsionar a uno el horizonte muy fácilmente, pero hay que ver, casi como saltando del primer plano al plano general, que el hecho de que exista la JEP, que hayamos tenido el trabajo de la Comisión de la Verdad e incluso que haya una pugna entre los que defienden la paz de La Habana [con las FARC] y los de la ‘paz total’ [del actual presidente Gustavo Petro] muestran que no tiene reversa una cultura -que no existía aquí antes- de la terapia y del diálogo sobre lo que ha pasado.

Azriel BibliowiczAZRIEL BIBLIOWICZ

Azriel Bibliowicz nació en Bogotá, Colombia, en 1949. Sociólogo, periodista y escritor, es profesor de la Universidad Nacional de Colombia y miembro fundador de su Escuela de Cine y Televisión. En 1981 recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Ha publicado varios ensayos y novelas, entre ellas El rumor del astracán (1991), Sobre la faz del abismo (2002), Migas de pan (2013) y Del agua al disierto (2022).


Ricardo Silva RomeroRICARDO SILVA ROMERO

Ricardo Silva Romero nació en Bogotá, Colombia, en 1975. Es escritor, periodista, guionista y crítico de cine. En 2007 fue nombrado uno de los mejores escritores jóvenes de América Latina. Entre sus numerosos libros destacan Relato de navidad en la gran vía (2001), Parece que va a llover (2005), Autogol ( 2009), El libro de la envidia (2014), Río muerto (2020) y El libro del duelo (2023).