Tres años y medio después de abrir sus puertas y tras tres años de investigación, la Jurisdicción Especial para la Paz de Colombia dio a conocer en las últimas dos semanas su segunda tanda de acusaciones. En dos decisiones distintas, acusó a 25 ex oficiales del Ejército de haber asesinado a 247 civiles y de haberlos hecho pasar ilegalmente por guerrilleros muertos en combate, una tragedia que ha consternado a los colombianos durante más de una década y que se conoce eufemísticamente como “falsos positivos”.
Primero, el 6 de julio, el tribunal -conocido por los colombianos como la JEP- acusó a seis oficiales, tres suboficiales y un civil de 120 ejecuciones extrajudiciales, 24 desapariciones forzadas y un intento de asesinato en el Catatumbo, una zona montañosa en la frontera con Venezuela, entre 2007 y 2008. Luego, el 15 de julio, siguió con una segunda acusación, imputando a ocho oficiales, cuatro suboficiales y tres soldados por 127 ejecuciones similares en la costa norte del Caribe entre 2002 y 2003.
“En vez de buscar a los comandos guerrilleros en lo alto de las montañas y de perseguir a los reductos paramilitares —y entrar en combate legítimo con ellos—, (…) prefirieron asesinar a civiles indefensos”, dijo Catalina Díaz, una de los tres magistrados que dirigen la investigación, durante la audiencia transmitida en directo. “No eran hechos aislados o cometidos de manera espontánea por sus integrantes [sino] parte de un ataque generalizado y sistemático contra la población civil”, la secundó el magistrado Óscar Parra una semana después.
Esta es la primera vez que el tribunal especial derivado del acuerdo de paz de 2016 presenta cargos contra actores estatales, tras su acusación de enero contra ocho ex comandantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) por secuestro. En ambos casos, el tribunal determinó que las ejecuciones extrajudiciales constituyen “crímenes de guerra” y “crímenes de lesa humanidad”, al igual que hizo con las FARC.
Los acusados tienen ahora seis semanas para reflexionar sobre qué camino seguir en el sistema de doble carril de la justicia transicional colombiana. Si aceptan las conclusiones del tribunal y reconocen su responsabilidad, además de contribuir con la verdad y reparar personalmente a las víctimas, podrán recibir condenas de entre 5 y 8 años en un entorno no carcelario. Si rechazan sus conclusiones, su caso pasaría a un sistema acusatorio y, de ser declarados culpables, se enfrentarían a penas de 15 a 20 años de prisión.
Mostrando un patrón criminal más amplio
El “Caso 03” es uno de los primeros siete macrocasos abiertos por el brazo judicial de la justicia transicional y uno de los dos que se centran específicamente en hechos cometidos por agentes del Estado colombiano. En los últimos tres años, la JEP ha documentado la situación de 397 víctimas ahora acreditadas en el caso, en su mayoría familiares de los jóvenes de entre 25 y 35 años que fueron ejecutados. Para ello ha utilizado 36 informes, incluyendo 32 presentados por víctimas y organizaciones indígenas, dos de la Fiscalía General de la Nación y dos de la Procuraduría General, así como cientos de expedientes militares e inspecciones en cuarteles.
La JEP también habló ampliamente con los acusados. En largas audiencias confidenciales y testimonios escritos, al menos 113 ex integrantes del Ejército -incluidos varios generales y un ex comandante del Ejército- han respondido a las preguntas del tribunal sobre los “falsos positivos”. Luego trasladaron horas de vídeo y cientos de páginas en transcripciones para que las víctimas pudieran confrontar los relatos de sus victimarios, y al menos 14 organizaciones o grupos presentaron observaciones y preguntas.
Estas dos acusaciones forman parte de una investigación más amplia sobre las ejecuciones extrajudiciales entre 2002 y 2008, un periodo de seis años que coincide con el gobierno de Álvaro Uribe y en el que la JEP considera que se produjeron al menos 6.402 asesinatos de este tipo. En marzo, el tribunal especial anunció sus criterios para construir el caso y explicó en qué regiones, unidades militares y años específicos se centrará para iluminar el patrón criminal más amplio. De acuerdo con este enfoque que denominaron “de abajo hacia arriba”, los magistrados presentarán primero acusaciones en seis subcasos -comenzando por estos dos- y los usarán para obtener información sobre los patrones de conducta subyacentes y las normas y la cultura institucionales que permitieron que se produjeran esos crímenes.
Esto significa que después de presentar cargos contra estos y otros oficiales con mando regional, la Sala de Reconocimiento de la JEP presentará su caso contra los máximos responsables en la cima, incluyendo posiblemente a integrantes de la cúpula de las Fuerzas Armadas y del Ministerio de Defensa en esos años.
Distintos métodos, un mismo delito
Después de estudiar todo este material, en su más reciente auto de acusación de 401 páginas, la JEP identificó dos patrones criminales distintos que ocurrieron dentro del Batallón de Artillería 'La Popa', que operaba en los departamentos norteños de Cesar y La Guajira.
Entre 2002 y 2003, esta unidad militar presentó falsamente a 75 habitantes locales como miembros de las guerrillas de las FARC o el Ejército de Liberación Nacional (ELN) muertos en combate, en connivencia con grupos paramilitares locales. Luego, entre 2003 y 2005, para evitar las sospechas de las comunidades locales, los miembros del batallón llevaron a 52 civiles de ciudades como Valledupar o Barranquilla tras engañarlos con falsas ofertas de trabajo, los asesinaron y también los presentaron como supuestos muertos en combate, según el documento de acusación.
Una semana antes, en su otra decisión de 287 páginas, la JEP identificó las mismas dos conductas en el Catatumbo, pero las calificó como métodos diferentes de un mismo patrón criminal. En primer lugar, durante 2007, miembros de la Brigada Móvil 15 y del Batallón de Infantería No. 15 'General Francisco de Paula Santander' asesinaron a pobladores rurales considerados miembros de grupos armados. Después de una reunión celebrada en diciembre de 2007 en Ocaña, en donde las comunidades locales denunciaron la desaparición de familiares y vecinos, los miembros de esas unidades militares empezaron a traer a jóvenes de otras ciudades, muchos de ellos deliberadamente seleccionados por tener enfermedades mentales o un consumo problemático de drogas. Como contó Justice Info, fue el hallazgo de que algunas víctimas procedían de Soacha, a 635 kilómetros de distancia, lo que finalmente llevó al descubrimiento de estas atrocidades en 2008 y a las medidas correctivas dentro del Ejército que el ex presidente Juan Manuel Santos describió ante la Comisión de la Verdad hace un mes.
El manual de los ‘falsos positivos’
Quizá lo más llamativo de ambas acusaciones es lo exhaustivamente que detallan los diferentes modus operandi y estrategias empleados para presentar los homicidios de civiles como “resultados operacionales ficticios”. Aunque varios informes y decisiones judiciales de la última década habían esclarecido algunos de éstos, la reconstrucción de la JEP -en respuesta a las solicitudes de búsqueda de la verdad de las víctimas- revela minuciosamente patrones similares en cientos de casos.
Ambas decisiones dan amplia cuenta de cómo los oficiales del Ejército simularon zonas de combate y sembraron pruebas para vincular a sus víctimas con grupos armados ilegales, llegando incluso a vestirlas de camuflaje, trasladar los cuerpos y contaminar las escenas del crimen antes de procesarlas, destruir documentos personales para evitar la identificación de las víctimas y dejar rastros de armas y pólvora (conocidos como “kits de legalización”), en lo que el tribunal describe como “encubrimientos cada vez más sofisticados”. Según la JEP, también hubo una puesta en escena legal que incluía la falsificación de documentos operacionales, la coordinación de los relatos de los hechos, amenazas a testigos y la destrucción de pruebas, incluso después de las visitas de la reveladora misión de esclarecimiento liderada por el general Carlos Arturo Suárez en 2008.
Al final, estos crímenes y los esfuerzos por revestirlos con “visos de legalidad”, sostiene la JEP, implicaron una planificación meticulosa. Las tareas, desde la selección de las víctimas hasta el encubrimiento, se distribuyeron entre soldados en lo que los magistrados llamaron una “división del trabajo criminal”. Para sellar el destino de las víctimas bastaban denuncias no corroboradas de informantes pagados o criminales, sin seguir los pasos del “ciclo básico de inteligencia” para reunir, procesar y verificar su información.
Para que esto ocurriera, fueron necesarios varios factores. En primer lugar, durante esos años el Ejército otorgaba mayor valor a las bajas que a las capturas y desmovilizaciones, lo que llevó a la JEP a sostener que era “una estrategia militar que privilegiaba el cuerpo del enemigo caído en combate como indicador principal del éxito del esfuerzo militar y, en consecuencia, presionaba e incentivaba las bajas en combate”. Esta presión sostenida desde arriba no era, según la acusación, “ocasional o anecdótica, sino permanente [y] diaria”, y los mandos nacionales y regionales fomentaban la competencia entre unidades militares e inculcaban esta idea en las transmisiones de radio y los discursos con expresiones como “a como dé lugar” o “toca dar una baja”. Los miembros del Ejército eran recompensados con días libres, premios en efectivo, vacaciones pagas al mar (que los soldados apodaban “plan Caribe”) o medallas al valor, mientras que los soldados reacios eran degradados o castigados.
Nada de esto habría sido posible, concluyó el tribunal, sin “los recursos institucionales del Ejército Nacional”, incluidos su presupuesto, sus incentivos, sus procedimientos administrativos y una ausencia de supervisión por parte de los superiores, que le ayudaron a “mejorar, por medios ilegales, la percepción sobre la efectividad de la fuerza pública”. Toda esta información fue la base para que la JEP argumentara que los patrones criminales eran “sistemáticos” y “generalizados”.
Foco en las víctimas indígenas
Los autos de acusación también subrayan cómo fueron victimizados grupos de población específicos, incluyendo a habitantes de calle o personas con discapacidad. Uno de ellos documenta minuciosamente cómo los wiwa y los kankuamo -dos grupos indígenas que viven en la Sierra Nevada de Santa Marta- fueron especialmente atacados, representando estos últimos el 7% de las víctimas del batallón La Popa, a pesar de que sólo constituyen el 1% de la población del departamento del Cesar.
El tribunal demostró cómo ambos grupos indígenas fueron estigmatizados rutinariamente por soldados y cómo indígenas de tan solo 13 años fueron asesinados y pasados como bajas en combate en los días posteriores a la concesión de medidas cautelares por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, o justo antes de las reuniones en las que las comunidades hacían seguimiento a dichas medidas.
Ante esta realidad, la JEP diseñó mecanismos especiales de participación para estos grupos. Por ejemplo, en dos ocasiones distintas, un centenar de indígenas kankuamo se reunieron en una escuela dentro de su resguardo en Atánquez y durante nueve horas revisaron los videos en los que los soldados describían estas ejecuciones extrajudiciales. Después de ver las grabaciones de los testimonios llevadas en persona por el juez Óscar Parra y dos psicólogos de la JEP, identificaron las partes en las que sus recuerdos sobre los hechos ocurridos hace más de una década diferían de los de los militares y les plantearon nuevas preguntas.
“Crímenes de guerra y de lesa humanidad”
Por su papel en lo que describió como “organizaciones criminales enquistadas al interior unidades militares”, la JEP acusó a 25 soldados -entre ellos un general, seis coroneles y cuatro mayores- del crimen de guerra de “homicidio en personas protegidas” y de los crímenes de lesa humanidad de homicidio y desaparición forzada. Los magistrados del tribunal también les acusaron de homicidio en personas protegida y desaparición forzada según la legislación colombiana. Al hacerlo, subrayó que todas las víctimas eran civiles y que, por tanto, los militares tenían el deber legal de protegerlas, incluidos ocho guerrilleros asesinados por soldados de La Popa tras ser heridos en combate o desmovilizarse.
Aunque cinco soldados acusados de menor rango ya habían sido condenados por la justicia penal ordinaria por casos individuales entre 2012 y 2016, esta es la primera investigación de gran alcance que explica cómo estos crímenes encajan en un patrón criminal más amplio y los rastrea más arriba en la cadena de mando. A lo largo del resto de este año, la JEP anunciará decisiones similares en las que se detallará la actuación de unidades militares en otras cuatro regiones, antes de pasar a los máximos responsables de estas políticas a nivel nacional.
Dilemas hacia delante
En el sistema de doble carril de la JEP, los militares podrán recibir una sentencia más leve si -y sólo si- cumplen tres condiciones: deben reconocer su responsabilidad, decir a los familiares de sus víctimas las verdades que aún anhelan y repararlas personalmente. Con la mayoría de los acusados sometidos a la JEP y muchos de ellos disfrutando ya de beneficios como la libertad condicional, parece probable que acepten su imputación. Sin embargo, lo más probable es que partes del caso pasen a la unidad de acusación del tribunal y posiblemente a un juicio, dado que al menos tres de ellos parecen reacios.
El coronel Hernán Mejía, que comandó el batallón La Popa entre 2002 y 2003 y que fue el primer oficial mayor retirado del servicio por este escándalo, ha dicho que aún está leyendo la decisión que lo acusa de “activar el plan criminal a partir de las órdenes que dio” y de tener una tasa del 87% de bajas en combate ilegales. En un críptico mensaje en Twitter, Mejía -quien se postuló como candidato presidencial para las elecciones del próximo año y ha sido defendido por políticos del partido de Uribe y del presidente Iván Duque- afirmó que “se niega a arrodillarse” ante la “felicidad en los enemigos y regocijo en los traidores y los cobardes”, prometiendo no “jamás aceptar lo que no hizo”.
A otros dos altos mandos les espera un escenario más complejo. El general Paulino Coronado, de la Brigada 30 en el Catatumbo, no ha solicitado hasta ahora su ingreso a la JEP y el coronel Juan Carlos Figueroa, que sucedió a Mejía en La Popa, continúa prófugo. Dado que no se le ha visto desde julio de 2019, cuando los registros migratorios indican que salió de Colombia hacia París, la JEP estudia alertar a la Interpol.
También están pendientes otros dos debates cruciales. Primero, cómo serán las sanciones de agentes estatales, incluyendo si se les permitirá cumplirlas en instalaciones militares. Y segundo, qué ocurrirá con los otros 77 soldados implicados en las ejecuciones cometidas por ambas unidades militares y cuya situación jurídica también deberá definir la JEP. Su decisión de imputarlos o no evidencia el aún espinoso debate sobre la selectividad en el tribunal.
En seis semanas, cuando estos 25 militares deban anunciar si aceptan su responsabilidad por estos crímenes, Colombia estará más cerca de ofrecer a las víctimas de ejecuciones extrajudiciales la verdad, la justicia y la reparación que llevan buscando desde hace dos décadas. Al mismo tiempo, en un extraño giro de acontecimientos, los falsos positivos siguen acaparando titulares en el mundo: justo la semana pasada se descubrió que uno de los 21 ex militares retirados colombianos presuntamente involucrados en el asesinato del presidente de Haití, Jovenel Moïse, el 7 de julio de 2021, está acusado de haberlos cometido en Antioquia -otro de los seis subcasos priorizados- y salió del país sin permiso de la JEP.