Colombia comenzó a reparar a las víctimas de su conflicto armado varios años antes de que el acuerdo de paz de 2016 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) diera un impulso adicional a estos esfuerzos. Desde el histórico proyecto de ley de 2011 que reconocía a las víctimas del conflicto armado, el país ha trabajado en varias formas de reparación, incluyendo compensaciones económicas, restitución de tierras y rehabilitación psicosocial. Dado que Colombia acaba de cruzar el umbral de los 9 millones de víctimas registradas -o una quinta parte de su población- el mes pasado, pero solo ha indemnizado hasta ahora al 13,8% de las víctimas con derecho a ello, existe un creciente consenso político de que se necesitarán más de 10 años.
Esto es más evidente en regiones históricamente fuera del radar del Estado. La Amazonia colombiana es una de las mejor conservadas de Sudamérica, en parte porque los 52 años de conflicto mantuvieron sus bosques tropicales aislados del resto del país. Pero, paradójicamente, esto alimentó la idea de que la guerra nunca llegó a sus habitantes. En medio de la preocupación generalizada por el aumento de la deforestación, esto se está cuestionando hoy. Como contó Justice Info, científicos y abogados documentaron los efectos de la guerra sobre los parques nacionales y los guardaparques, y están presionando a la justicia transicional para que abra un caso ambiental.
El gobierno de Colombia también encabezó un ambicioso plan de reparaciones para las comunidades indígenas que viven en la Amazonia, que está listo para arrancar tras cuatro años de negociaciones con ellas. Pero ahora, el Covid-19 ha golpeado con especial dureza la cuenca del Amazonas y amenaza con desbaratar esos esfuerzos.
una conversación sin precedentes con 26 grupos indígenas
En 2015, las comunidades indígenas iniciaron conversaciones con funcionarios de la Unidad de Víctimas -la institución gubernamental encargada de la reparación- sobre cómo podrían ser las reparaciones. Sin embargo, tenían una petición audaz: querían un único proceso de toma de decisiones colectivo que reuniera a todos los pueblos indígenas de un departamento del tamaño de Bulgaria, algunos de los cuales viven a 580 kilómetros de distancia unos de otros.
Se inició una conversación sin precedentes con un núcleo de 40 líderes de 16 organizaciones indígenas, entre ellas 14 asociaciones de autoridades tradicionales indígenas (una figura jurídica conocida como ‘AATI’) y dos consejos urbanos de la ciudad de Leticia. En total, representan a 38.000 personas de 26 grupos indígenas diferentes. El mero hecho de reunirse fue una hazaña logística, en una región sin carreteras y a donde muchos tuvieron que viajar durante días en lancha rápida. Algunos incluso tuvieron que volar a Bogotá, la capital colombiana en lo alto de los Andes, para volver al sur, a Leticia, a orillas del río Amazonas.
Para complicar aún más las cosas, estas comunidades ni siquiera estaban registradas como víctimas. Entre 2017 y 2018, los funcionarios visitaron todos los resguardos indígenas repartidos por el río Amazonas y sus dos principales afluentes, documentando cómo se vieron afectados por la guerra. Los líderes también llegaron a un acuerdo con el Ministerio del Interior para garantizar que la consulta previa legalmente obligatoria, concebida para proteger a las minorías étnicas, tuviera lugar simultáneamente. Las comunidades incluso aportaron 60.000 dólares de su propio bolsillo.
UNA GUERRA INVISIBLE EN LA AMAZONIA
"Había una idea generalizada de que estos pueblos recibían víctimas que huían de otros lugares, pero que ninguna había sido victimizada directamente. Algunas personas todavía no entienden por qué concebimos un esfuerzo de divulgación tan ambicioso, ya que siguen pensando que el conflicto armado nunca llegó allí", dice Yenny Beltrán, miembro del equipo étnico de la Unidad de Víctimas.
Las sesiones de grupo han revelado que un gran número de jóvenes fueron reclutados a la fuerza por las FARC, que la violencia sexual contra las mujeres indígenas era habitual, que las comunidades que vivían cerca de los yacimientos de oro y coltán fueron atacadas y que sus equipos de radio y salud fueron saqueados con frecuencia por los rebeldes.
Sus relatos están evidenciando patrones de violencia que habían sido invisibles hasta ahora. Para la mayoría de los colombianos, la violencia en el Amazonas es una página de los libros de historia que cuenta cómo la extracción de caucho a principios del siglo XX -encabezada por los explotadores peruanos pero tolerada por las autoridades colombianas- se disparó a base de violaciones de los derechos humanos de miles de nativos. Su situación fue denunciada por el diplomático irlandés Roger Casement, lo que dio lugar a una investigación parlamentaria en el Reino Unido contra la Peruvian Amazon Company – conocida en Colombia como la Casa Arana - que efectivamente la dejó fuera del negocio. Aunque Juan Manuel Santos fue el primer presidente colombiano en pedir perdón por estos hechos en 2012, pocos líderes políticos han reconocido que gran parte de la violencia contra ellos continuó durante el siglo siguiente.
FORMAS DE REPARACIÓN INDÍGENA
Finalmente, durante 2019, cada organización estableció qué formas específicas de reparación colectiva son significativas para ellos, en línea con la idea del acuerdo de paz de priorizar formas de reparación que puedan llegar a grupos enteros y no solo a individuos. Entre ellas, se encuentran el apoyo a la medicina tradicional y los rituales, el fortalecimiento de las lenguas nativas y la transmisión oral de los conocimientos de los ancianos, la reparación de las grandes cabañas con techo de paja -conocidas como malokas- que son el centro de la vida comunitaria, y la ayuda a la gobernanza territorial con barcos y equipos de radio.
"Miramos cuáles son los procesos comunitarios interrumpidos por el conflicto, buscando continuarlos y eligiendo medidas que fortalezcan lo que llamamos el polen de la vida, o lo que puede evitar que nuestro pensamiento y nuestras palabras mueran", dice Rufina Román, líder indígena uitoto del cañón de Araracuara, en el río Caquetá. Su organización Crima, formada por 1.800 personas de los pueblos uitoto, andoke, nonuya y muinane, se centró en las danzas tradicionales, las semanas de la lengua y la finalización de su ‘plan de vida’, que es la hoja de ruta de su comunidad.
Muchos grupos étnicos cuyo número ha ido disminuyendo se centraron en la recuperación de sus lenguas nativas. "No tenemos ningún lugar al que acudir cuando un niño investiga nuestro dialecto o cuando un adulto tiene una pregunta. Como mucho, el 10% de nosotros habla alguno de nuestros dos dialectos", dice Jarvis Bernanza, líder de la organización Pani, que agrupa a cinco comunidades más abajo, en el límite del Parque Nacional de Cahuinarí. Uno de sus principales proyectos es la creación de diccionarios bora-español y miraña-español.
Aunque estas comunidades amazónicas son solo una fracción del programa de reparaciones colectivas de Colombia (que suma 578 grupos, el 65% de los cuales pertenecen a minorías étnicas), todo el proceso está ayudando a repensar lo que significa reparar a los pueblos indígenas. "Ha sido un aprendizaje para ambos. Para ellos porque el Estado colombiano muchas veces se acerca a nosotros sin entender nuestro contexto. Para nosotros porque vemos la voluntad política y la posibilidad de llegar a acuerdos", dice Román.
UNA PANDEMIA EN LA AMAZONIA
La llegada del Covid-19 a la Amazonia ya ha retrasado el inicio de estas reparaciones, y supone una amenaza existencial para muchas de estas comunidades. La proximidad y las conexiones fluviales con Brasil, el epicentro regional de la pandemia, han hecho que el departamento de la Amazonia haya registrado el 2% de las muertes y los casos confirmados de todo el país, a pesar de albergar menos del 0,1% de la población colombiana.
Tal vez lo más preocupante es que está amenazando a comunidades consideradas en riesgo de extinción física y cultural. Dos de los 31 indígenas que han muerto a causa del Covid-19 pertenecen a grupos étnicos con menos de 300 miembros. Uno de ellos era Antonio Bolívar, un anciano ocaina que se hizo famoso a nivel nacional por su papel en la película nominada al Oscar El abrazo de la serpiente, en la que interpretaba a un chamán que guiaba a los científicos Theodor Koch-Grünberg y Richard Evans Schultes en el Amazonas. Era uno de los últimos 285 ocainas que quedaban en Colombia, aunque todavía se puede encontrar un grupo más numeroso en Perú. Otro anciano que murió era uno de los 197 tarianos colombianos, aunque unos 1.900 viven en Brasil.
En al menos otros cuatro grupos étnicos con menos de 500 miembros también se han confirmado casos, entre ellos los jiw, los karapana, los yagua y -lo más preocupante- los matapí, de 71 miembros, que viven en los ríos Mirití-Paraná y Apaporis. En total, hasta el 26 de junio se habían detectado 998 casos entre 40 pueblos diferentes.
"UN EJEMPLO DE CÓMO PODEMOS TRABAJAR CON LAS AUTORIDADES"
Aunque las comunidades del río Amazonas han sido las más afectadas, el nuevo coronavirus también se ha detectado en zonas selváticas remotas más al norte. El 2 de julio se confirmaron tres casos en La Chorrera, un asentamiento en el río Igará-Paraná, al norte de la frontera peruana, donde tiene su sede otra de las 16 organizaciones. Dos personas fueron trasladadas en avión a Pasto para recibir atención médica, ya que no hay unidades de cuidados intensivos en la región.
Como consecuencia de la pandemia, algunos ya están retocando sus prioridades de atención. "La enfermedad no ha podido entrar porque nuestra guardia indígena ha estado trabajando duro para prevenirla, controlando que la gente use mascarillas, asegurándose de que las siete personas con síntomas permanezcan aisladas y controlando que no se acerque nadie de fuera", dice Romelio Pinto, cuya organización Azcaita agrupa a 3.700 indígenas, principalmente tikunas, a pocos kilómetros de la duramente afectada Leticia. En su opinión, su decisión de destinar fondos de reparación para garantizar la alimentación de las familias de la guardia indígena no armada, permitiéndoles trabajar en la prevención del Covid-19, ha dado sus frutos.
Crima, en el centro de Caquetá, está presionando al gobierno para que compre sus lanchas, ya que estas pueden servir de ambulancias en caso de que haya que trasladar a un paciente desde una comunidad a seis horas de distancia hasta la pista de aterrizaje, desde donde se le puede trasladar a un hospital en Bogotá. Esta falta de instalaciones y personal de salud pone de manifiesto que, como dice Rufina Román, "la pandemia está mostrando el abandono de los territorios amazónicos por parte del Estado".
"Si el Covid llega a nuestras comunidades sería mortal. Un grupo como los miraña, que sólo son 280 personas, podría ser diezmado. Podría llevarlos a la desaparición", dice Jarvis Bernanza, antes de reiterar su confianza en el programa de restablecimiento que ayudaron a diseñar. "Nunca habíamos tenido un proceso así con el Estado colombiano. Esta ruta que construimos, con todas sus dificultades y satisfacciones, es un ejemplo de cómo podemos trabajar con las autoridades."
EL CANDIDATO DE DUQUE PARA LA CPI
Sin hacer ningún anuncio público, el Gobierno colombiano propuso a mediados de mayo a un estrecho aliado político del presidente Iván Duque para uno de los seis puestos de magistrado de la Corte Penal Internacional (CPI) que se elegirán en diciembre.
Andrés Barreto, actual director del organismo regulador de la competencia en Colombia y uno de los ocho candidatos de América Latina y el Caribe, es un abogado de 40 años con formación en derecho internacional pero sin experiencia en derecho penal. Amigo de la infancia de Duque, fue su jefe de gabinete en el Congreso y luego tesorero y asesor jurídico de su campaña electoral de 2018. Anteriormente trabajó en el Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia y ayudó a redactar la carta de remisión de Duque a la CPI en 2017 para solicitar el enjuiciamiento del presidente venezolano Nicolás Maduro.
El momento de la apuesta de Duque es complejo. El mes pasado, miembros de su partido anunciaron que buscarán de nuevo modificar la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) derivada del acuerdo de paz de 2016, argumentando que los militares y policías investigados por violaciones de los derechos humanos no deberían enfrentarse al mismo tribunal que juzga a los antiguos rebeldes de las FARC. Su táctica política podría resultar contraproducente, ya que las ejecuciones extrajudiciales cometidas por estos oficiales son uno de los temas centrales en el examen preliminar que la Fiscalía de la CPI está llevando a cabo sobre Colombia. El propio intento de Duque el año pasado de modificar el sistema de justicia transicional resultó, como contó Justice Info, en una serie de reveses políticos que minaron su liderazgo.
No es la primera vez que Duque propone un aliado cercano para un organismo internacional de derechos humanos. En 2019 su candidato Everth Bustamante, excompañero de Senado y exmiembro de la guerrilla del M-19 que firmó un acuerdo de paz hace tres décadas, perdió la elección para un puesto en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Un grupo de expertos de alto nivel había planteado previamente su preocupación por su falta de conocimientos en derecho internacional de los derechos humanos y sus conexiones políticas con el Gobierno.