“Las personas asesinadas eran humildes campesinos, gente trabajadora, padres, esposos, hermanos, seres humanos buenos, ciudadanos colombianos. No eran guerrilleros, no eran terroristas, no eran bandidos ni eran delincuentes, como infortunadamente lo hicimos ver”, dijo con voz grave Santiago Herrera, coronel retirado y ex comandante de la Brigada Móvil 15 del Ejército colombiano. “Existía una banda criminal al interior de la brigada de la cual tuve conocimiento, la cual no denuncié ni investigué”, lo secundó Rubén Darío Castro, otro coronel retirado que trabajó en esa misma unidad militar.
“Estos no son errores, no son daños colaterales como decíamos. Estos no son excesos de fuerza. Claramente son asesinatos”, reconoció Álvaro Tamayo, también coronel retirado y antiguo líder del Batallón de Infantería No 15 Francisco de Paula Santander. “Me llevó a terminar convirtiéndome en un asesino”, diría, más escuetamente, el sargento retirado Sandro Pérez.
Sus víctimas los escuchaban en medio de un silencio tan avasallador que de tanto en tanto llegaban hasta el teatro de la Universidad Francisco de Paula Santander los tañidos de las campanas de la catedral de Ocaña, a cuadra y media de distancia. En medio del mismo mutismo, los acusados -siete oficiales, tres suboficiales y un civil- escucharon a una treintena de familiares de aquellos jóvenes de 25 a 35 años que fueron asesinados hace una década en distintos parajes de la región. Muchos de ellos, de hecho, murieron a pocos kilómetros del auditorio donde ocurría esa audiencia pública de dos días, uno de los logros más tangibles de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y del sistema de justicia transicional nacido tras el acuerdo de paz del Gobierno colombiano con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 2016.
Era una escena inédita en Colombia. Por primera vez, un grupo de ex oficiales del Ejército colombiano se pararon en un atril y aceptaron frente a las víctimas que eran responsables de haber asesinado a 120 civiles y de luego haberlos hecho pasar, de manera ilegal, por guerrilleros muertos en combates que jamás existieron.
Uno por uno, tomaron el micrófono para decir que aceptaban los cargos de mayor reproche en la justicia internacional. Esas 120 ejecuciones extrajudiciales, más 24 desapariciones forzadas y un intento de asesinato que ocurrieron, todos, entre 2007 y 2008 en la región montañosa del Catatumbo donde se realizaba la audiencia, - y que, en efecto, la JEP calificó como crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad.
Los sentidos reclamos de las víctimas a sus victimarios
Las víctimas habían esperado mucho tiempo este momento. “Hoy es el día de expresar el sentimiento que tengo represado desde hace 15, casi 16, años”, les dijo Soraida Navarro, cuyo padre Jesús Emilio continúa desaparecido.
Un grupo grande, que habló el martes, venía de remotas veredas de todo el Catatumbo. Otro, que lo hizo el miércoles, llegó desde cinco ciudades hasta justamente el lugar donde a muchas de ellas les tocó venir para reclamar los restos de sus hijos, algunos de ellos trasladados con engaños desde destinos tan lejanos como Soacha, a 635 kilómetros de distancia, para ser asesinados. Unidas por su tragedia, esa que ha consternado a los colombianos desde hace 14 años y que se conoce con el eufemismo de los ‘falsos positivos’, las víctimas optaron por un uniforme ese día.
Lucían camisetas negras, con una ilustración amarilla en el centro: el mural que las Madres de Falsos Positivos, una de las organizaciones de víctimas de este crimen, ha posicionado como un símbolo de su búsqueda en todo el país (y que, con frecuencia, es borrado de las calles colombianas casi tan pronto como es pintado). En él aparecen los rostros en grafiti de catorce altos mandos del Ejército de las últimas dos décadas, incluyendo el general Paulino Coronado que ese día se sentaba frente a ellas. En letras grandes aparecía su eslogan de vieja data, «¿Quién dio la orden?», junto a un número que solo adoptaron como propio el año pasado. Es el 6.402, por la cifra de civiles que -según determinó la JEP- fueron asesinados por militares siguiendo este patrón macrocriminal entre 2002 y 2008, durante el gobierno del presidente Álvaro Uribe.
Y ellas también, algunas en persona, otras en video y una incluso desde un exilio forzado por las amenazas a raíz de este caso, con respeto fueron haciéndoles sus reclamos. Al hacerlo, mostraron los rostros de sus familiares, en fotos que les colgaban del pecho, en segundas camisetas debajo de las negras y, en un caso, tatuado en el brazo.
¿Por qué quien fue señalado del asesinato de Joselin Jaimes sigue siendo un mayor activo?, preguntó su hija Maira. ¿Cómo podían matar a un paciente psiquiátrico como su hermano Martín?, les interrogó Álvaro Marulanda. ¿Irían al Congreso a frenar los ascensos de quienes estuvieron involucrados?, quiso saber Gloria Martínez, quien tuvo que renunciar a su trabajo en una fábrica de jabones tras el homicidio de su hijo Daniel Alexander.
¿Por qué tantas otras entidades, como la justicia penal militar, la Fiscalía o Medicina Legal nunca sospecharon nada?, preguntó Jacqueline Castillo, presidenta de Madres y hermana de Jaime. ¿Podían creer la cruel ironía de que Yonny Soto había prestado el servicio militar hasta apenas cinco meses antes de ser asesinado por colegas de esa misma institución?, preguntó su madre Zoraida Muñoz.
“Tengo el corazón morado de triste”
Una víctima tras de otra les contaron de los tristes legados que les dejaron sus acciones, desde niños huérfanos hasta deudas en cementerios, libretas militares sin eximir y desconfianza en el estado que debía protegerlos.
En uno de los momentos más emotivos, Villamir Rodríguez –un campesino de El Tarra y quizás la única persona que se sepa se salvó de un falso positivo- les narró como lo dieron por muerto tras dispararle, plantarle una pistola al lado y reportar por radio la muerte de ´un subversivo´. Señalando el brazo que le quedó despedazado, les contó que “no aguanto trabajar el día completo por el daño que me hicieron”.
Carmenza Gómez, madre de Víctor Fernando, les reclamó que las han amenazado solo por denunciar. Claudia Barrientos, hermana de Javier, les contó que en Catatumbo no podían verlos como héroes. Y Antonio Peña, hermano de Olivo, les dijo que tenía “el corazón morado de triste”.
Casi todos les pidieron nombrar a sus superiores que habían participado. “Destapen las cabezas de los responsables. No se hundan solos”, les imploró Flor Hernández, madre de Elkin Gustavo Verano. Y todos, absolutamente todas las víctimas que hablaron en Ocaña, les pidieron una tarea urgente: limpiar sus nombres y, de paso, el de su estigmatizada región.
Los militares fueron respondiéndoles, unas ocasiones de manera directa y otras de ladito. Algunas veces asumieron el horror completo de esos “eventos maquiavélicos que creamos”, como dijo un cuarto coronel, Gabriel Rincón, pero otras recurrieron a eufemismos como ´los hechos´ o ´las acciones´ para hablar de asesinatos premeditados y disfrazados en medio de un conflicto armado interno cuyas reglas de enfrentamiento habían deliberadamente ignorado.
“Que así fuera mentirosa, estuviera bien”
Quizás lo más llamativo de la audiencia pública fue el lenguaje que eligieron los 11 imputados. Hablaron de un “aparato organizado criminal”, una “estructura criminal” y un “lamentable pacto criminal”. No fue una coincidencia. El auto en el cual la JEP los imputó en julio del año pasado habla de “organizaciones criminales enquistadas al interior unidades militares”. Tomaron prestados muchos de sus términos – o al menos unos muy cercanos: “falsas bajas en combate”, “combates ilegítimos” y “jóvenes inocentes (…) entregados, asesinados y reportados como muertos en combate como un resultado operacional”.
De igual manera, algunos pasaron de a duras penas responder preguntas de la JEP hace tres años a apropiarse de su acusación, narrando en sus propias palabras desde los distintos modus operandi y casos ilustrativos hasta la manera como se dividieron las funciones.
El cabo Néstor Gutiérrez, singular entre el grupo porque había sido el único en acercarse a la justicia por decisión propia hace años a denunciar sus actos y amenazado varias veces por ello, relató como pagó a una mujer que vendía marihuana en un burdel de El Carmen para que confeccionara una lista de personas.
El sargento Pérez describió como buscó jóvenes en Soacha, engañándolos con promesas de trabajos inexistentes y reteniendo sus documentos para poder desaparecerlos sin dejar rastro. El civil Alexander Carretero lo complementó contando como esos jóvenes llegaban a su casa en Ocaña, a la espera de ser recogidos por sus verdugos. Varios señalaron que plantaban armas –provenientes de una caleta que nunca reportaron según varios, aportadas por los paramilitares en la versión de uno- para escenificar las escenas del crimen.
El mayor Daladier Rivera contó como falsificaba informes de inteligencia que los señalaban de guerrilleros o auxiliadores, pese a que nunca –admitió- había sido entrenado en inteligencia. El coronel Rincón explicó que su rol era “plasmar unos documentos que le dieran visos de legalidad a esas falsas operaciones”, para que ningún ente de control sospechara que no eran reales. El mayor Juan Carlos Chaparro admitió que solo le importaba que su documentación sobre operaciones militares, “así fuera mentirosa, estuviera bien”.
Una validación de los hallazgos de la JEP
El coronel Castro narró como permitió usar gastos reservados del Ejército para pagar señalamientos falsos a informantes y admitió que, aunque estuvo en reuniones donde se supo de anomalías, no levantó ninguna alarma. El coronel Herrera detalló las presiones y motivaciones que usaba, de vacaciones, comisiones al exterior y cursos de piloto a anotaciones negativas en la hoja de vida.
Algunos respondieron a preguntas específicas de las víctimas. El cabo Gutiérrez admitió a Sandra Barbosa que él había llamado a otros soldados para que se llevaran a su hermano Javier Peñuela de una tienda, un día que bajó al pueblo a que un médico le sacara una muela.
Hubo relatos especialmente duros por lo crueles. Gutiérrez contó le disparó por la espalda a un confiado Wilfredo Quintero, mientras sus colegas echaban tiros al aire para simular el supuesto combate. El coronel Tamayo, quien fue edecán del ex presidente Uribe, sostuvo que su responsabilidad era por faltar a sus obligaciones como comandante, pero en un momento explicó que “yo accedo a esa propuesta y doy el aval para que se cometan los asesinatos que son presentados como falsos combates”.
Sus relatos, con sus énfasis y sus puntos ciegos, tradujeron para la sociedad colombiana –y de paso validaron- los hallazgos de la JEP que ya eran muy novedosos, sobre lo que bautizó “resultados operacionales ficticios”, “encubrimientos cada vez más sofisticados” y “división del trabajo criminal”.
El consejo de la juez Arbour
En últimas, tras cuatro años de investigación, el tribunal especial colombiano finalmente está mostrando que puede tener una respuesta a uno de los viejos dilemas que suelen afrontar los mecanismos de justicia transicional y justicia penal internacional. ¿Cómo lograr que, además de los delitos, los acusados reconozcan el sufrimiento de sus víctimas?
“Nosotros nos la pasamos intentando probar la culpabilidad de los responsables: lo logramos y los sentenciamos, pero luego salían a decir que eran inocentes y eso revictimizaba a las víctimas”, le dijo hace unos años la jurista canadiense Louise Arbour a los negociadores de paz del gobierno, cuando estaban en plenos diálogos con las FARC.
Ella sabía de qué hablaba, tras haber sido fiscal de los tribunales internacionales creados por la ONU para Ruanda y la antigua Yugoslavia. También les tenía una posible respuesta. “Generen incentivos para que haya reconocimiento”, les instó.
Sus interlocutores colombianos acogieron el consejo y el resultado fue un sistema de justicia transicional de dos carriles. Si los acusados de crímenes graves reconocen su responsabilidad, además de aportar verdad y reparar personalmente a las víctimas, pueden recibir sanciones de entre 5 y 8 años en un entorno no carcelario. Si no lo hacen, su caso pasa a un procedimiento acusatorio y, de ser hallados culpables, enfrentan penas de 15 a 20 años de prisión.
Ocaña marcó el primer momento en que uno de los grandes casos de la JEP llega a la etapa de audiencia pública y, por lo tanto, los militares fueron los primeros en asumir su responsabilidad, no solo por escrito como hicieron a fines del año pasado, sino oralmente. Esos reconocimientos, les explicaron los magistrados, debían incorporar tres elementos. Uno jurídico, que se cumple enunciando los cargos exactos y señalando que los aceptan. Otro fáctico, que implica relatar algunos de esos asesinatos o comportamientos incluyendo datos concretos de tiempo, modo y lugar. Y uno restaurativo, para el que no había guion pero que debía demostrar que comprenden las pérdidas de las víctimas, el dolor que les causaron al arrebatarles a sus familiares y los impactos a largo plazo de esos crímenes.
Todo ello, claro, en un tono empático y respetuoso. “Buscamos explicaciones, no justificaciones”, les advirtió Catalina Díaz, una de las tres magistradas que lidera el caso y la que condujo la investigación en el Catatumbo.
Cuando la catarsis convive con el desafío
Aunque todos los imputados en el caso del Catatumbo aceptaron los cargos, distinto al otro subcaso de falsos positivos en el Caribe, en el que tres de los 15 militares acusados han rechazado los hallazgos de la JEP, la audiencia de Ocaña evidenció que no todos están plenamente dispuestos a reconocer su rol o las falencias de su mando. Y que, a veces, en estos escenarios restaurativos la catarsis convive con el desafío.
El primer día, el sargento Rafael Urbano hizo una enrevesada intervención en la que, pese a aceptar su responsabilidad, intentó enlodar a uno de los primeros militares que denunció los falsos positivos y llegó a insinuarle a Villamir Rodríguez, el salvado por milagro, que él le había ayudado a salir del hospital. Tras una amonestación por no aportar detalles concretos, los tres magistrados le hicieron preguntas incisivas sobre cuatro asesinatos en los que estuvo involucrado y a los que tuvo que admitir. “Soy asesino, no es mi orgullo decirlo”, se vio obligado a replicar finalmente.
Aún más desconcertante fue cuando el general Paulino Coronado, el de más alto rango hasta ahora en aceptar los cargos de la JEP y en el último en hablar, se lanzó a un discurso de 40 minutos –el doble de su tiempo asignado- en el que hizo más énfasis en su desconocimiento de los asesinatos y las medidas que puso en marcha tras enterarse que en los crímenes cometidos por sus hombres o el dolor de las familias allí presentes.
Los magistrados finalmente lo interrumpieron y sobrevino un breve momento adversarial, en el que lo interrogaron por una reunión en diciembre de 2007 en un teatro de Ocaña a la que varias organizaciones sociales lo citaron para exponerle una serie de violaciones de derechos humanos, incluidas varias ejecuciones extrajudiciales. Esa reunión fue una de las pruebas de la JEP para argumentar que Coronado había sabido y no había actuado, además del punto de quiebre en donde, para el tribunal, los soldados apostados en esa región pasaron de matar a campesinos locales a hacerlo con jóvenes vulnerables de otros sitios, algunos de ellos con enfermedades mentales o consumo problemático de drogas.
Tras un receso, los magistrados le advirtieron que deberán evaluar si su reconocimiento es satisfactorio y que podrían requerirle una ampliación. Un día después, en entrevista con El Espectador, Coronado -sin el bigote que lo caracterizó durante su etapa militar- matizó su intervención, señalando que “la memoria es frágil” y que “acepta lo que las víctimas digan”.
Esas dos intervenciones, sin embargo, fueron más excepciones que la regla. Tras reunirse en privado dos veces con las víctimas, todos sus colegas hicieron hincapié en su sufrimiento, en las secuelas que dejaron esos asesinatos y en la carga desproporcionada que recayó sobre las mujeres, que han sido simultáneamente buscadoras y cuidadoras.
“Reconozco en ustedes”, les dijo el coronel Tamayo, “ese camino tortuoso lleno de sufrimiento en busca y suplicando permanentemente justicia y que en cada jornada que emprendían fueron revictimizadas no solo por nosotros, sus victimarios, sino por la misma justicia que no creía en las denuncias que a gritos ustedes hacían por la desaparición de sus seres queridos”.
Eso le pone una vara alta a los antiguos líderes de las FARC que el 31 de mayo, a lo largo de tres días, tendrán que darán la cara –y pedir perdón- a las víctimas de 21.396 secuestros que esa guerrilla realizó a lo largo de dos décadas, que la JEP también calificó como crímenes de guerra y de lesa humanidad.
“Yo soñaba con este momento”
“Ha sido muy satisfactorio. Uno veía muy lejos está realidad de que ellos te dijeran ‘Sí, yo di la orden. El que lo ejecutó fue fulano´”, me dijo María Amparo Suárez, cuyo hijo Luis Alberto Sandoval –asesinado a los 21 años- trabajaba en un cultivo de cacao para pagar su cuarto semestre de criminalística.
Varias sintieron, sobre todo, que los nombres de sus familiares habían sido reivindicados. “A mí lo que más feliz me hace es que se limpió el nombre de mi hermano Jaime Estiven Valencia”, me contó Anderson Rodríguez, atleta de calistenia, mientras estiraba los músculos para preparar su discurso. “Para mí es una sorpresa que ellos hablen y reconozcan el nombre de mi papá”, me confió Leidy Jaimes.
Las organizaciones de derechos humanos que las representan legalmente también celebran, aunque creen que se podría haber avanzado más en nombres concretos, en nexos con los paramilitares y en admisiones que fueran más allá de deplorar una omisión de actuar. “En todo caso, estos reconocimientos ellos no los habían hecho. Ratifican lo que hemos venido denunciando desde 2007 y son mensajes a todo el mundo”, dice Julia Figueroa del Colectivo de Abogados Luis Carlos Pérez, que defiende a una veintena de víctimas.
Que esos “hombres que portábamos el uniforme militar con la misionalidad de proteger la vida de nuestros ciudadanos [pero] terminamos usando las armas de la República para vulnerables la vida”, como dijo el coronel Herrera, leyeran –y desmancharan- el nombre de sus hijos y hermanos les devolvió el aliento.
“Yo soñaba con este momento. Que se pararan y dijeran ante Colombia entera y el mundo que los muchachos no eran unos guerrilleros ni unos subversivos”, me dijo Blanca Nubia Monroy, mientras me mostraba el tapiz colgado en el muro del teatro en Ocaña donde, con retazos de tela, ella había tejido la historia de su hijo Julián Oviedo, llevado desde Soacha y asesinado en marzo de 2008. Me lo señaló con su brazo izquierdo, en el que se ve el pequeño tatuaje de una balanza. No es la balanza de la justicia, sino una copia de uno que llevaba su hijo. Pero bien podría acercársele.
EL CASO COMIENZA A SUBIR
Ahora los magistrados a cargo del caso de falsos positivos, tras recibir las observaciones de las víctimas a la audiencia, sintetizarán sus hallazgos en una resolución de conclusiones que enviarán a la máxima instancia de la JEP para que esos magistrados decidan las sanciones. En unos meses, seguramente rozando los cinco años desde que comenzó a operar, se develará el primer fallo de la justicia transicional.
Al mismo tiempo, la investigación seguirá avanzando: por un lado con acusaciones en los otros cuatro subcasos regionales que faltan y, en virtud del enfoque que denominaron “de abajo hacia arriba”, hacia los patrones de conducta y las normas y cultura institucionales que permitieron que se expandieran esos crímenes a nivel nacional. Eso significa que pasarán de presentar cargos contra oficiales con mando a nivel regional a hacerlo contra los máximos responsables de la cúpula, incluyendo potencialmente a quienes estuvieron en posiciones de liderazgo de las Fuerzas Armadas y del Ministerio de Defensa durante esos años.
El nombre que más se repitió en la audiencia de Ocaña fue el del general Mario Montoya, en esa época comandante del Ejército y célebre por decir a sus soldados, según testimonios ante la JEP, que no le servían las capturas y pedirles ´litros de sangre’. Varios lo señalaron, con su nombre o su cargo, de ejercer presión permanente por radio, poner a sus brigadas a competir y calificar a los comandantes según una única métrica: las bajas en combate “a como dé lugar”. Algo similar afirmaron de los generales Carlos Ovidio Saavedra y José Joaquín Cortés, también sus superiores jerárquicos.