“Hay una imposición de mayorías en la construcción de un relato que ha decidido privilegiar un tono totalizador y unívoco, constriñendo la diferencia, la multicausalidad del conflicto, sus actores e impactos y la pluralidad de testimonios”, escribió el comisionado Carlos Ospina en una carta privada al padre Francisco de Roux, que preside la Comisión de la Verdad encargada de esclarecer lo ocurrido en medio siglo de conflicto armado en Colombia.
Ospina, un mayor retirado, renunció el 2 de mayo, cuando apenas faltaban dos meses para que se haga público el informe final de la Comisión en la que él trabajó durante tres años y medio.
Su salida fue recibida con frialdad por la Comisión. “Nuestra respuesta de fondo a las demandas de verdad (…) será el informe final”, replicó en un escueto comunicado. También borró el perfil de Ospina de su página web. En varios espacios, tanto privados como públicos, el padre de Roux ha insistido en que han escuchado todas las voces de la sociedad colombiana y que ahora están buscando la mayor ponderación y pluralidad posibles para señalar las responsabilidades históricas, políticas y éticas en el conflicto, en sus palabras “no para dividir, sino para construir”.
El informe final de la Comisión será publicado el 28 de junio, una semana después de la segunda vuelta de la elección que escogerá al sucesor del presidente Iván Duque.
“Una verdad reducida sobre las guerrillas”
El mayor Ospina se fue dando un portazo público, con entrevistas en dos medios cuyo cubrimiento del sistema de justicia transicional resultante del acuerdo de paz de 2016 ha sido abiertamente crítico. En ellas, el militar hizo hincapié en dos mensajes: que el Estado aparecerá en el informe como principal responsable político del conflicto armado y que quedarán faltando muchas verdades sobre el rol de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
“La mayor y gran responsabilidad que va a presentar el informe es sobre el Estado, sobre sus instituciones, sobre la fuerza pública y sobre los empresarios. Muy poco sobre los otros actores del conflicto, sobre las guerrillas”, dijo. Eso significa, a su juicio, que no será “una verdad completa”, sino una “reducida”.
Su renuncia sorprendió por el timing, en plena elección presidencial, aunque no por el fondo. Desde hace más de un año eran públicas sus tensiones con los otros 10 comisionados, que toman decisiones de manera colegiada –usando un sistema de votos y salvamentos parecido al de los magistrados de una alta corte- y con quienes rara vez estaba de acuerdo. Además, el mayor -quien estuvo 21 años en el Ejército y formó parte de una asociación de víctimas militares- había decidido no escribir ninguno de los 10 capítulos del informe, optando en vez por entregar al padre de Roux 11 documentos suyos, para que sean incorporados.
En esos textos, descritos a Justice Info por tres personas que los han leído, Ospina desarrolla algunas de sus teorías que siente que la Comisión no tomó en serio. Por un lado, la combinación de formas de lucha por parte de guerrillas marxistas como las FARC, que usaron métodos legales e ilegales en simultánea en su intento por tomarse el poder (pero soslayando, según una persona experta en las dinámicas del conflicto colombiano, que también el Estado y los militares lo hicieron al aliarse con grupos paramilitares). Por el otro, le interesaba la presunta injerencia en el país desde los años 20 de potencias de izquierda como la Unión Soviética, China, Cuba e incluso la Albania de Enver Hoxha, cuyas influencias son fundamentales, según él, para entender la actuación de las guerrillas (aunque omitía, para un jurista experto en DIH, que es distinto “probar influencias ideológicas a aportes de medios materiales para la guerra”).
Un militar en la mesa
Pese a que Ospina tenía menor trayectoria en investigación que sus colegas, su presencia en la Comisión era simbólica. Era parte de un esfuerzo consciente del Estado colombiano desde hace una década por incluir a respetados líderes militares y policiales en los espacios de negociación de paz y, más recientemente, de la transición. Esa había sido justamente una lección de anteriores procesos de paz fallidos: a los militares hay que hacerlos partícipes de cualquier solución negociada para que no se vuelvan palos en la rueda.
Esa fue la razón por la que, en la negociación con las FARC que dio pie al acuerdo de paz, dos de los seis negociadores originales del gobierno fueron generales retirados: Jorge Enrique Mora había sido comandante de las Fuerzas Militares y Óscar Naranjo, director de la Policía Nacional. El presidente Juan Manuel Santos incluyó a otros dos generales, Fredy Padilla y Eduardo Herrera Berbel, en los fallidos diálogos con la aún activa guerrilla del ELN. Ese modelo también se emuló en la justicia transicional, donde fueron elegidos Ospina en la Comisión y Camilo Suárez, que venía de la justicia penal militar, como magistrado en la JEP.
Pese a que seis personas que trabajan en la Comisión o han seguido de cerca su trabajo coinciden en que era inevitable la salida de Ospina, varios temen que podría terminar empañando los esfuerzos de acercamiento de dos años con militares y policías, que habían tenido cierto éxito en lograr espacios de diálogo con integrantes de la fuerza pública - al menos mucho más que con otro sector escéptico como los empresarios. En total, desde 2019, la Comisión ha hecho 14.360 entrevistas con 27.931 personas, de los cuales 145 son integrantes de la fuerza pública, según cifras de la entidad. En ese periodo recibió 158 informes de instituciones castrenses, militares retirados y organizaciones de víctimas.
Esa mayor confianza se había logrado, como contó Justice Info, tras un proceso de un año que incluyó conversaciones privadas facilitadas por la Comisión con militares que jugaron un papel activo en las transiciones de Chile, Nigeria y Gambia. “Incluso por 5 por ciento [de integrantes que cometieron crímenes], como dicen, ¿van a dejar de participar?”, dijo el general Javier Urbina, que integró la Comisión de la Verdad chilena, a sus colegas colombianos.
Tras la salida de Ospina, han vuelto a surgir las preguntas de militares y policías sobre si sus voces serán incorporadas al informe. “La intención de escuchar a víctimas de la fuerza pública correspondía más a una validación que a un ejercicio real de esclarecer la verdad”, dijeron casi 50 asociaciones de retirados en una carta el jueves pasado.
Un nuevo round con Uribe
Un segundo episodio reforzó ese miedo. Hace una semana, el 10 de mayo, en medio de la audiencia pública sobre falsos positivos de la Comisión en Soacha, que Justice Info relató ayer, el comisionado Alejandro Valencia dijo que esas ejecuciones extrajudiciales fueron “crímenes de guerra y de lesa humanidad que se cometieron como parte de una política de gobierno”.
Sus palabras causaron varios terremotos simultáneos. El ex presidente Álvaro Uribe, cuyo mandato coincidió con el pico de estos homicidios así como con su descenso a partir de 2008 tras una serie de medidas correctivas, anunció acciones penales contra el comisionado por lo que llamó “declaraciones calumniosas contra el gobierno que presidí” y citó la renuncia del mayor Ospina como prueba del sesgo de izquierda de la Comisión, en un nuevo capítulo de su tormentosa relación con una Comisión a la que había recibido en su casa hace un año para una entrevista que causó revuelo.
Uribe acusó a Valencia de favorecer políticamente al candidato opositor Gustavo Petro, en medio de una elección en la que el partido del ex presidente carga el lastre de un gobierno impopular. Pese a que la prórroga de nueve meses que le concedió la Corte Constitucional el año pasado a la Comisión buscaba evitar que se convirtiera en un saco de boxeo electoral, el episodio minó esa promesa y la garantía hecha por el padre de Roux una semana atrás de que “por ninguna razón nos dejaremos meter en la campaña política”.
Develar hallazgos antes del informe
Pero quizás lo que causó más ampollas fue que Valencia presentó su explosivo discurso, de manera inconsulta con los demás comisionados, como un adelanto del producto final. Justice Info supo que el tema surgió en la reunión de tres días del pleno de comisionados, que estaba convocada previamente, dado que su aparición había omitido el espíritu del acuerdo interno de esperar que pasaran las elecciones para abordar temas sensibles.
Otra comisionada, la abogada feminista Alejandra Miller, salió en defensa de Valencia diciendo que su discurso era “el resultado de un riguroso proceso de investigación de la Comisión”. Sin embargo, a hoy la Comisión no ha presentado sus hallazgos sobre éstos a los colombianos.
Ni siquiera la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el brazo judicial de la justicia transicional que tiene un macrocaso centrado en estos crímenes y que estableció el universo de 6.402 víctimas entre 2002 y 2008, ha llegado tan lejos.
En sus dos primeras imputaciones, acusó a 25 militares con mando a nivel regional de haber comitdo crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad, por formar parte de “organizaciones criminales enquistadas al interior unidades militares”. Hace un mes, en la histórica audiencia en Ocaña, la mitad de esos militares –incluyendo un general y cuatro coroneles- reconocieron públicamente por primera vez su rol en los crímenes y pidieron perdón a los familiares de sus víctimas, algo que ocurrirá de nuevo en julio con los otros imputados en una segunda audiencia en Valledupar. El siguiente paso de su estrategia de ir ‘de abajo hacia arriba’ será presentar cargos contra los máximos responsables de la cúpula de las Fuerzas Armadas durante esos años.
Pero el tribunal -que se ocupa de responsabilidades penales e individuales, mientras la Comisión se ocupa de las colectivas- ha tenido mucho cuidado con los términos que usa para describir el fenómeno criminal. En sus autos, los magistrados hablan de “una política de conteo de bajas en combate” y “una política explícita de incentivos”, aunque nunca de políticas de Estado o de gobierno. En otras palabras, solo han hablado de políticas en ‘p minúscula’.
La afirmación de Valencia evidencia otros dos problemas. Para una persona que siguió la audiencia de Soacha, el comisionado hizo hincapié correctamente en la magnitud del patrón criminal, pero omitió cualquier referencia a los correctivos que se tomaron para atajarlo. Eso habría permitido, en sus palabras, “una visión más integral y balanceada”. Eso ocurrió a pesar de que dos de las tareas más innovadoras del mandato de la Comisión son documentar las experiencias de resiliencia de personas y las transformaciones positivas de las instituciones, como parte de una búsqueda de verdades que no solo duelan sino que también inspiren. La primera tendrá un capítulo entero, a cargo del médico y salubrista público Saúl Franco, pero la segunda parece haber quedado huérfana.
A eso se suma que parte de la legitimidad de una Comisión de la Verdad reside en qué estándar probatorio usa para atribuir responsabilidades, incluyendo si presenta evidencia suficiente y si incorpora un debido proceso en su trabajo, dándole la oportunidad a quienes señala de defenderse y contrastando sus afirmaciones, según las ideas que plantea en su libro sobre comisiones el abogado Mark Freeman, quien fue asesor del gobierno colombiano en el punto de justicia transicional de la negociación de paz. Bajo esa visión, es posible señalar una política, pero los colombianos deberían poder ver detalles de la investigación.
Expectativas de ver a las FARC
A esas preocupaciones se suma otra: ¿qué contará el informe final sobre los delitos cometidos por las FARC?
La Comisión fue creada como resultado del acuerdo de paz con esa guerrilla y uno de sus efectos es que sus antiguos comandantes e integrantes rasos se han acercado para aportar su versión, como también lo han hecho miles de sus víctimas. En el innovador modelo de justicia transicional colombiano, las FARC solo recibirán penas más benévolas en la JEP si cumplen con tres condiciones: reconocer su responsabilidad, reparar a sus víctimas y esclarecer la verdad, no solo ante el tribunal sino también ante la Comisión.
El tribunal ha hecho avances significativos en uno de sus dos casos contra las FARC, determinando que 21.396 personas fueron secuestradas por esa guerrilla a lo largo de dos décadas e imputando a siete de sus antiguos jefes por crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. Tras aceptar los cargos por escrito, lo harán en público y ante sus víctimas la próxima semana en Bogotá.
De ahí que una parte importante de la sociedad colombiana espera que la verdad sobre crímenes cometidos por la guerrilla tenga peso en el informe de la Comisión.
Uno de los logros más sonados de la Comisión, la exposición museística ‘Huellas de la desaparición’, hace reconstrucciones forenses de tres episodios del conflicto armado mediante maquetas, mapas y videos en 3D. El centro de la exposición gira en torno a la violenta retoma que hizo el Ejército del Palacio de Justicia en el centro de Bogotá en 1985, tras la toma de la extinta guerrilla del M-19 que convirtió a sus ocupantes en rehenes. En esa respuesta desproporcionada, los militares fueron responsables del asesinato y la desaparición forzada de decenas de personas, incluyendo varios altos magistrados. Junto a ese episodio, la exposición –que lideró el comisionado Valencia- reconstruye el despojo de paramilitares en la zona bananera de Urabá y, de manera más tangencial, la manera cómo actores armados, las FARC incluidas, convirtieron el territorio amazónico de los indígenas nukak en un teatro de guerra.
“Aunque se hizo muy bien, no hubo algo parecido para FARC y eso genera dudas”, dijo a Justice Info una persona que ha trabajado con la Comisión. En su visión, la exposición habría sido más robusta si también hubiese incluido un episodio de clara responsabilidad de las FARC, como la toma de Mitú en 1998 o el atentado en el club El Nogal en Bogotá en 2003.
Un informe en su laberinto
Aunque estos episodios han generado alarmas al interior de la Comisión, las respuestas solo se verán cuando se devele el informe final.
De acuerdo a tres personas que lo saben de primera mano, cada uno de los diez capítulos tiene, según entre 400 y 600 páginas, con algunos superando las mil. Eso significa que el informe completo fácilmente va a pasar los 5.000 folios. El pleno de comisionados deberá aprobar todos los textos, pero los tiempos apretados significan que la posibilidad de identificar y subsanar errores en textos tan extensos es baja, por no hablar del reto de imprimirles una unidad estilística y de tono narrativo.
Conscientes de la extensión del documento, hace unas semanas los comisionados acordaron que habrá un capítulo adicional llamado ‘Hallazgos y recomendaciones’, que se centrará en una decena de hechos significativos del conflicto, a los que se sumarán las sugerencias de la Comisión a la sociedad colombiana sobre cómo no repetir esa tragedia humanitaria que ya suma 9,2 millones de víctimas. Ese es el texto que confían leerá la mayoría de ciudadanos, aunque primero deberán lograr un consenso sobre éste casi que palabra por palabra.
Esa será una tarea titánica, en un grupo de comisionados diverso en términos de orígenes y perspectivas, cuya relación ha sido con frecuencia tensa y en el que conviven dos narrativas contrapuestas. Como dice una persona que ha seguido su trabajo, “hay una parte que cree que el informe debe ser matizado y capaz de propiciar una verdad con potencial reconciliador, mientras otra siente que su tarea es un informe de verdades rotundas e impactantes con la esperanza de que eso consiga remover los cimientos del país y producir cambios”.
Sobre el contenido de los demás capítulos se sabe poco más allá de su enfoque temático, porque –aunque cada autor de capítulo lo ha compartido con un reducido grupo de lectores que elige personalmente y es responsable de cualquier cambio- han protegido los textos celosamente.
Varios lectores externos, sin embargo, han detectado lo que ven como problemas en documentos internos de trabajo que leyeron, aunque advierten que son lecturas fragmentarias y que no es claro de qué manera nutren el informe definitivo. “Ponía al Estado como causante de los males en Colombia por acción y por omisión”, dice una persona sobre un documento de diagnóstico, “pero sin hacer la claridad conceptual -en la que tanto insiste el padre Fernán González- de que hemos tenido una presencia diferenciada del Estado a lo largo del territorio y del tiempo”. Según otra, había “pocos matices o complejidad al momento de valorar algunas cosas” y una “desconfianza hacia lo que viene del Estado”.
“Voces de alarma han llegado de muchas partes y eso ha calado. El riesgo [de puntos ciegos] está, pero la preocupación [por corregirlos] también”, dice una persona que ha interactuado con la Comisión en los últimos meses, subrayando que varios comisionados vienen haciendo llamados sobre la importancia de buscar mayor integralidad y equilibrio. En poco más de un mes se sabrá si esas advertencias fueron escuchadas.