Cecilia Arenas colocó al pie del atril el retrato de su hermano Mario Alexander Arenas, asesinado el 21 de enero de 2008. "Muchas personas nos han criticado y nos han dicho que ese nombre es muy feo. Sí, suena feo pero fue la verdad. Se ha dicho que mentimos, que estamos locas, que somos víboras. No, no tengo que perdonar. Mi madre murió sin ver la justicia". Llama al podio a cada una de las otras doce integrantes presentes de la Asociación de Madres de Falsos Positivos de Soacha (Mafapo), todas provenientes de esa ciudad una hora al sur de Bogotá. Cada una se une a ella, llevando una foto de un hijo o hermano asesinado. Once madres, dos hermanas. Fueron las primeras en organizarse para denunciar públicamente esos crímenes.
Llevan catorce años esperando. Catorce años desde que 19 jóvenes -14 de Soacha y 5 de la capital colombiana- fueron asesinados por agentes del Estado. Catorce años de luchas, amenazas, insultos y negaciones mientras buscaban que la sociedad y las autoridades colombianas reconocieran la terrible verdad de los "falsos positivos": habían sido ejecuciones extrajudiciales llevadas a cabo por el Ejército en la década del 2000, en 31 de los 32 departamentos de Colombia, para inflar sus estadísticas, disfrazando estos asesinatos como bajas infligidas a la guerrilla. Oficialmente son 6.402 víctimas. Según un modus operandi que las madres describen incansablemente, un "reclutador" llegaba a prometer trabajo al joven, que luego era trasladado más de diez horas por carretera desde allí, hasta el norte, al departamento de Norte de Santander, donde eran asesinados y presentados después como miembros de un grupo armado ilegal muertos en combate.
Tras las madres, tres ex militares -un general, un coronel y un sargento- suben al estrado sosteniendo una pequeña planta florecida. Cada una de las mujeres se presenta diciendo el nombre del ser querido que perdió. "No eran delincuentes. No eran guerrilleros", confirma el coronel, alabando la resistencia y persistencia de las madres, mientras el general coloca una planta delante de cada una de ellas. "Es un paso muy importante para nosotros y para la sociedad. Estamos aquí para reconocer a las 6.402 víctimas. Este no es un punto final. Pero es un paso importante para el país escuchar sus nombres y los de sus hermanos", añade el oficial, "gente inocente que asesinamos", añade el sargento.
Ejecuciones extrajudiciales: "Una política de gobierno"
En la plaza central de Soacha se levantó una gran carpa para acoger el evento del 10 de mayo. Esta es la última gran audiencia pública organizada por la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad de Colombia, que entregará su informe final el 28 de junio. Y se celebró en medio de una tensa campaña política, un ambiente de crisis en la Comisión y un recrudecimiento de la violencia en el país.
"No es fácil ni para las víctimas ni para los responsables ni para nosotros, los testigos de este momento", explica el comisionado Alejandro Valencia, “y sabemos que este es un paso inicial para una reconciliación”. Su voz es clara y firme, pero su cuerpo delata una gran tensión. Sus manos tiemblan y se agarran al atril como un timón en una tormenta.
Calificó estas ejecuciones extrajudiciales como crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos "como parte de una política de gobierno", cuyo "principales responsables" fueron "el Ejército Nacional", pero en la que participaron estructuras estatales y paramilitares, incluida parte del sistema penal militar y judicial. Las víctimas, cuidadosamente seleccionadas, eran en su mayoría hombres jóvenes, de entornos desfavorecidos o considerados como simpatizantes de la izquierda, dijo.
“La verdad es más importante que la institución”
El primero de los militares arrepentidos en hablar fue el general Paulino Coronado Gámez, antiguo comandante de una unidad militar en Norte de Santander. Su declaración tuvo más bien la forma de un discurso. "El Batallón Número 15 fue responsable de la muerte de sus hijos. No hice lo suficiente. Un sargento denunció lo que estaba ocurriendo en diciembre de 2007. Abrí una investigación. Debí haber creado una comisión especial para comprobarlo. Yo era la máxima autoridad militar. Debí haber actuado inmediatamente. No lo hice. Fue un error. Acepto la responsabilidad por ello”, dijo.
Coronado habló de la presión desde el mando para que muestre resultados. Nombró al entonces comandante del Ejército, el general Mario Montoya. "Confundimos los objetivos con las estadísticas. Hemos fallado en nuestro deber y debemos corregirlo. La verdad es más importante que la institución. Todo lo que dicen [las madres] es la verdad. La verdad duele, duele mucho y es difícil de aceptar. Estoy aquí para aceptarlo. Se suponía que debía garantizar la seguridad. Preferí creer a mis soldados, no a las ONG (...) Estas son las mujeres que encarnan el coraje, el valor, es gracias a ellas que estamos aquí”. Se dirigió a ellas para decirles "gracias por lo que han hecho". Luego a la Comisión de la Verdad: "Nos han mostrado cómo cambiar la institución”. Y a los poderosos, que "pueden meditar sobre esto", porque "es nuestra obligación moral".
El oficial superior se preocupa por su posteridad. "¿Cómo seré recordado? Intenté comunicarme con la comunidad, tener un Ejército más abierto, incluir los derechos humanos en la formación y hoy se me estigmatiza como un violador de los derechos humanos. (...) Estoy aquí con remordimientos y quiero ganarme su perdón. No es la última vez que nos reunimos", dijo. "El trabajo continúa. Hay que cambiar el comportamiento de quienes ostentan estas instituciones”.
"Eres responsable de muchas muertes"
Víctor Fernando Gómez Romero, quien había cumplido el servicio militar, fue asesinado el 25 de agosto de 2008, "a 18 horas de aquí", dice su madre Carmenza Gómez. "No era un delincuente, como dice Uribe", dice, en referencia a Álvaro Uribe, presidente entre 2002 y 2010, principal opositor del acuerdos de paz de 2016 y del sistema de justicia transicional. Los primeros aplausos estallaron en el público. La primera vez que Carmenza Gómez fue a reunirse con estos tres militares que querían reconocer los hechos, dice, quiso "matarlos". Pero "hoy puedo hablar con ellos", dice.
Flor Hilda Hernández recuerda que era en esta misma plaza donde solía venir a comer helado con su hijo, Elkin Gustavo Verano, asesinado el 13 de enero de 2008. "No pueden imaginar el dolor de una madre que llora a su hijo todos los días", dice a los tres militares, agradeciéndoles su valentía mientras les dice: "Necesitamos más verdad. Han sido responsables de tantas muertes...".
Recupera el aliento, mira al cielo para contener su emoción y hablar mejor de su "resistencia", de su "lucha" frente a "un río de sangre". Su voz hace vibrar la carpa, en ese clamor especial con el que resuenan la ira y el dolor cuando se combinan sin romperse. Sostiene "el último regalo" que le hizo su hijo, una carta fechada el 5 de mayo de 2007 para el Día de la Madre. Desde entonces, dice, es una fiesta que nunca ha podido celebrar. Y es con esta carta con la que quiere decir "a toda Colombia, al mundo entero: mi hijo no era un guerrillero".
Sin soltar la carta de su hijo, llama a cada uno de los tres soldados al estrado para decirles de nuevo, cara a cara: "Es una pena que el ejército ensucie su uniforme”. Tiene una tarjetita para que se acuerden de ella. "No estoy lo suficientemente enfadada con usted. Siempre recordarás mi voz. Siempre la recordarás. Siempre tendrán la imagen de esa madre llorando”. Luego les dice que "no paguen solos", sino que mencionen a sus superiores. “Entrégenlos", les dice. Desde el borde de la tienda, se oye a un transeúnte gritar "¡Uribe!”
No estoy preparada para perdonar. Para conseguir el perdón, hay que ser aún más sincero. ¿Una omisión? No, lo sabían. Necesitamos un ejército que no nos mate. Necesitamos una policía que no nos mate. No creo en su petición de perdón.
"Queremos saber quién dio la orden”
Soraida Muñoz, madre de Johny Duvián Soto Muñoz, asesinado el 12 de agosto de 2008, tomó la palabra. "No soy capaz de hablar a estas personas. No estoy preparada para perdonar. Para conseguir el perdón, hay que ser aún más sincero. ¿Una omisión? No, ustedes lo sabían”, dice en un tono paradójicamente mucho más tranquilo y suave que el de sus hermanas de lucha, más conciliador con el arrepentido. "Necesitamos un Ejército que no nos mate. Necesitamos una policía que no nos mate. No creo en su petición de perdón", dijo entre aplausos.
Luego fue Ana Páez, madre de Eduardo Garzón Páez, asesinado el 5 de marzo de 2008. "Me volví loca, tomé la medicación y sigo estando loca. No tengo recursos, me han amenazado, me han destruido", dice. "Queremos saber quién dio la orden. No nos detendremos", dice en medio de nuevos aplausos y de las protestas del público fuera de la carpa. En pocos minutos, un manifestante que era invisible tras las cortinas de la carpa se dirigió con su bicicleta al otro lado, donde estaban los tres soldados, protegidos por una doble valla de seguridad. A unos diez metros de ellos, se le oye gritar "¡Asesinos!”
Pero Ana Páez llama a los tres soldados para que la acompañen en el escenario. Y les da la mano, uno tras otro.
"Eran buenas personas, jóvenes con sueños”
Ahora le toca al coronel Gabriel de Jesús Rincón Amado, comandante de la Decimoquinta Brigada, dirigirse a todos. Recuerda los dos años y medio de trabajo con el equipo psicosocial de la Comisión, las reuniones privadas previas con los familiares de las víctimas, "en las que pudimos dejar caer las máscaras", y que hicieron posible la celebración de este acto público. "Había presión para mostrar resultados. Como comandante, cubrí la organización de falsas víctimas en combate. Presenté documentos falsos. Esta es una responsabilidad que llevo y ha sido una fuente de sufrimiento durante catorce años. Estaba mal, estaba mal pero pasó”.
El padre Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad, se levanta y parece reflexionar. El oficial quiere volver a nombrar a todos los jóvenes de Soacha que fueron asesinados. "Ninguno de ellos pertenecía a una organización armada. Eran buenas personas, jóvenes con sueños. Y nosotros somos los que tenemos derecho a seguir viviendo”.
También subraya que el camino no termina aquí. Estos militares se enfrentan ahora a la Jurisdicción Especial para la Paz, conocida como JEP, la rama penal del sistema de justicia transicional de Colombia. Este tribunal prevé penas leves, sin régimen de prisión, para los acusados que se comprometen a colaborar plenamente con la justicia. "Quizá el perdón llegue algún día. Tengo que preguntar a mi familia todos los días. Tengo que vivir con esta vergüenza todos los días. Y espero la reconciliación algún día porque la necesitamos mucho. Muchas gracias por este espacio que nos está dando", dijo el comandante.
"Su lucha ha merecido la pena y he sentido la bondad de sus corazones”
El sargento Sandro Mauricio Pérez Contreras pertenecía al mismo batallón en Norte de Santander. Destaca entre los dos oficiales superiores que le acompañan en este vertiginoso viaje. Sólo él no lleva máscara; su mirada parece más libre del sentido de autoridad; hay algo más íntimo en su relación con las madres. El tono del discurso del sargento es más directo, y destaca por la emoción que emana de él.
"Soy responsable del dolor que has sufrido. Destruimos familias, planes de vida. Soy responsable del asesinato de sus seres queridos. Es cierto que intenté ocultarlo con otros colegas. Todo era una mentira. Su lucha ha merecido la pena y he sentido la bondad de sus corazones que me ha dado fuerzas para estar aquí. Sus hijos eran inocentes y aún viven en sus corazones, aunque los hayamos matado. Es demasiado pedir perdón. Lo pregunto todos los días. Lo pido todos los días para mis hijos. He admitido ante Dios que he cometido un crimen. Lo hago ante los hombres, asesiné a gente inocente. No es fácil admitirlo, porque esta verdad ofende a mucha gente. Pero estos crímenes son reales. Destruimos sus sueños; les quitamos el amor de sus madres”, dice.
El general desapareció, nos dicen, por razones médicas. Tras estas intervenciones, el sargento y el coronel vuelven a ocupar sus asientos en la primera fila, a un lado. De repente, se forma una multitud de cámaras alrededor de los dos soldados. Están en conversación con Flor Hilda Hernández. Y en un momento furtivo pero firme, la madre, que en el andén no había tendido la mano a los responsables de la muerte de su hijo, estrechó la del sargento.
"No te odio, ya no te odio”
La Comisión de la Verdad puede tener un último momento de esperanza. Cecilia Arenas vuelve a cerrar la audiencia. En la inauguración, había descrito la lenta destrucción de las familias tras la destrucción de uno de sus integrantes. Ahora agradece a los tres militares que han venido a arrepentirse. “Debemos aprender a perdonar", dice. “Nunca es demasiado tarde para una segunda oportunidad. Nunca lo olviden; es la dureza del corazón lo que nos impide avanzar. Hablo como hermana. No te odio. Ya no odio. Porque mi corazón ya no lo permite. Sienten el frío y la ira. Pero un minuto de reconciliación tiene más mérito que toda una vida de amistad. Demostramos que si seguimos hablando podemos sanar nuestros corazones, darnos la mano y mirarnos a los ojos. Te perdono porque te pido que me perdones. Porque te he juzgado como he sido juzgada”.
La lucha no ha terminado. Desde hace catorce años, estas mujeres piden poder reunirse y conmemorar a sus muertos en esta plaza. Nunca se les ha dado permiso y las autoridades municipales no han acudido a la audiencia. "Gracias por darnos esta plaza hoy", dice con ironía. "¡No me voy a rendir, maldita sea!", concluye, levantando el puño hacia el cielo del que, unos minutos después, estalla un repentino chaparrón.