Desde que llegó al poder en agosto, el nuevo presidente Gustavo Petro anunció una ambiciosa política de “paz total” para Colombia.
No solo empezó a llevar el informe final de la Comisión de la Verdad a las escuelas de todo el país y prometió dar el impulso a la implementación del histórico acuerdo de paz de 2016 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que su predecesor Iván Duque siempre intentó menospreciar. Petro fue un paso más allá, prometiendo que buscaría el cierre definitivo del conflicto armado interno en un país donde, pese a la desmovilización de 13 mil guerrilleros de las antiguas FARC, aún existen un puñado de grupos armados ilegales y grupos de crimen organizado.
En dos meses ha comenzado ya diálogos preliminares con la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en La Habana y ha tenido reuniones exploratorias con sectores disidentes de las FARC que no se acogieron al proceso de paz de 2016 o que lo hicieron pero luego retomaron las armas. También abrió las puertas para hacerlo con varios grupos de crimen organizado como el Clan del Golfo.
Sin embargo, Petro ha ofrecido pocas claridades sobre qué tipo de negociación realizará con cada uno de estos grupos y qué lógica penal les aplicará para lograr su desmovilización. Eso significa que hay muchos interrogantes sobre cómo satisfará los derechos de las víctimas, así como si estos otros guerrilleros y criminales llegarán al sistema de justicia transicional que ya está en marcha desde 2016 o creará nuevos mecanismos para ellos.
Esas preguntas serán claves para el futuro de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el brazo judicial de esa justicia transicional, que cinco años tras abrir sus puertas, está cerca de anunciar sus primeras sanciones en dos casos y anunciar una acusación en un tercero, pero que todavía tiene años de investigaciones por delante y nuevos macro casos que apenas empiezan.
Justicia transicional por capítulos
El anuncio del nuevo presidente de buscar una paz negociada no es único, sino que encaja dentro de una tradición de cerrar el conflicto armado por capítulos. A inicios de los años 1990, el gobierno nacional firmó acuerdos de paz con cinco guerrillas, incluyendo el M-19 en el que militó el propio Petro durante más de una década. Luego, comenzando el siglo XXI, desmovilizó a los grupos paramilitares reunidos en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Y, más recientemente, lo hizo con las FARC, el grupo más grande de todos.
En medio de la incapacidad del gobierno Duque de copar los espacios geográficos dejados por las FARC y de la ausencia de una política integral de seguridad, varios de los grupos existentes –desde el ELN hasta grupos residuales de las FARC y de los paramilitares- fueron expandiendo su control territorial y creciendo su participación en negocios ilícitos como narcotráfico o la minería de oro. El deterioro en la seguridad ha sido tan marcado que la ONU acaba de decir que Colombia vive su peor pico de confinamientos en una década, la tasa de homicidios aumentó durante el último gobierno y el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) habla de seis conflictos armados distintos en el país.
En ese escenario, cobra sentido la idea de Gustavo Petro de volver al acuerdo de paz como hoja de ruta, con sus capítulos de políticas públicas pensados para acabar con las condiciones que facilitaron que la violencia se reciclara. Menos clara resulta su visión de cómo negociar con los grupos que continúan en armas.
Grupos armados con fines políticos o criminales
Aunque en la práctica los estados tienen un margen amplio para decidir con quién dialogan, Petro tiene dos rutas posibles.
Una es la negociación, que se ha reservado históricamente para grupos que defienden una motivación política y con quienes el gobierno puede terminar llegando a acuerdos sobre políticas públicas específicas. Eso hizo el gobierno Santos con las FARC, con quienes –además de un desarme, una reincorporación y un sistema de justicia transicional que los tiene hoy rindiendo cuentas- pactó una agenda de medidas en desarrollo rural, participación política y política de drogas.
La otra es el sometimiento o acogimiento a la justicia ordinaria, que en Colombia se ha reservado para aquellos grupos criminales cuyo objetivo ha estado más ligado a controlar economías ilícitas que a fines políticos.
Como la línea entre ambas motivaciones es a veces porosa, cobra aún mayor importancia cómo se les caracteriza. Además de las preguntas más clásicas del derecho internacional humanitario sobre el nivel de organización y hostilidad del grupo, como por ejemplo qué capacidad tienen de realizar operaciones militares o cuál es su estructura de mando, aparece también una variable más subjetiva ligada a su finalidad. ¿Se trata de un grupo que busca enriquecerse y montar un aparato armado para mantener un negocio? ¿O de uno cuyo objetivo es político y participa en negocios ilícitos para financiarlo?
Aunque muchos grupos combinan estos medios y fines, en general entre mayor sea su finalidad política o mayor su hostilidad y organización, más legitimidad tienen los gobiernos para buscar una negociación.
Hasta ahora los pasados gobiernos colombianos han clasificado al ELN como parte en el conflicto, pero ninguno lo ha hecho para efectos de una negociación con los grupos de crimen organizado, conocidos localmente como ‘bandas criminales’, muchos de los cuales surgieron de estructuras paramilitares que no se desarmaron y luego se concentraron en el narcotráfico.
¿Estatus político para grupos criminales y desertores de FARC?
Hasta ahora Gustavo Petro no ha detallado qué ruta seguiría más allá de detalles vagos sobre los diálogos con el ELN. A inicios de octubre, anunció que arrancaría la negociación con esa guerrilla en el punto donde quedaron con el gobierno Santos, con quienes habían llegado a un acuerdo marco que definió una agenda pero en la que no lograron avanzar.
En los tres meses que van del nuevo gobierno, varios otros grupos han expresado interés en sumarse a la ‘paz total’ de Petro. ‘Otoniel’, el capo del Clan del Golfo que fue extraditado a Estados Unidos en mayo de este año, escribió una carta a Petro en agosto pidiéndole seguir las discusiones sobre un acogimiento a la justicia. Hace dos semanas, la Segunda Marquetalia –el grupo disidente de las FARC liderado por su antiguo negociador jefe ‘Iván Márquez’- sacó un comunicado indicando su deseo de sumarse. Casi al tiempo, otra disidencia de las antiguas FARC llamada Comandos de la Frontera hizo lo propio en un video.
Hasta hace un mes, la legislación colombiana solo permitía a Petro realizar negociaciones con grupos armados ilegales, en tanto son partes en el conflicto. Hace dos semanas, el Congreso aprobó una ley de iniciativa de la bancada de gobierno que le faculta hacerlo también con grupos criminales, en vez de tener que someterlos a la justicia ordinaria.
Esa ley de orden público es la herramienta legal fundamental que establece reglas claras para cualquier proceso de conversación con grupos alzados en armas. Uno de los cambios que introdujo el gobierno al prorrogarla fue incluir lo que llamó ‘estructuras de crimen organizado de alto impacto’. Aunque el partido de Gustavo Petro está buscando impulsar otra ley donde detallará cómo podrían funcionar los sometimientos con éstas, incluyendo reducciones de penas, en la práctica eliminó cualquier distinción entre una parte en el conflicto y un grupo de crimen organizado.
Otra pregunta espinosa es si el gobierno podría volver a negociar con las disidencias con las antiguas FARC y darles estatus político, apenas pocos años después de que abandonaran el acuerdo de paz de 2016 - una decisión que les llevó a perder todos los beneficios legales que traía el acuerdo y a ser sujetos de la justicia ordinaria. El gobierno Petro ha sido ambiguo sobre esta opción. Aunque no ha hecho anuncios formales, el ministro de Interior Alfonso Prada se mostró favorable a incluir a los desertores de las FARC con el argumento de que no hacerlo equivale a no lograr la paz total en el país. El comisionado de paz Danilo Rueda incluso se refirió a una de estas estructuras como “Estado Mayor Central de las FARC-EP”, dándoles el nombre histórico de la cúpula de la desaparecida guerrilla.
Posibles consecuencias para la JEP
En cualquiera de estas rutas, bien sea una negociación política o un acuerdo con la justicia ordinaria, una de las preguntas centrales es cómo se satisfarán las demandas de verdad, justicia y reparación de las víctimas de esos grupos.
Si es una negociación, ¿llegarían a alguno de los mecanismos de justicia transicional existentes, incluyendo el sistema nacido del acuerdo de paz con las FARC que condiciona las sanciones más benévolas a reconocer la responsabilidad, aportar verdad y reparar a sus víctimas? ¿Eso significa que se ampliaría el mandato de la JEP para investigarlos, juzgarlos y sancionarlos? ¿Se extenderían otros mecanismos como el de Justicia y Paz, que funcionó durante más de una década para los antiguos paramilitares? ¿O se crearía uno enteramente nuevo y, en caso tal, mantendría la misma fórmula de la JEP o traería un estándar distinto? Y si es un sometimiento a la justicia, ¿qué compromisos tendrían que asumir frente a sus víctimas para recibir cualquier beneficio penal?
En medio de la indefinición, una cosa parece cierta: cualquier decisión que tome el gobierno tendrá implicaciones en el proceso actual. Cualquiera de esos mecanismos podría terminar compitiendo con la JEP no solamente por limitados recursos económicos y humanos, sino también por la atención ciudadana y la capacidad de generar hitos simbólicos de justicia sobre las atrocidades de un conflicto de medio siglo que ha dejado 9,3 millones de víctimas.
De hecho, tras cinco años de investigación de ese tribunal, este año los colombianos pudieron ver una de las mayores promesas del acuerdo de paz. En una seguidilla de audiencias, una decena de ex comandantes de las FARC y una veintena de militares pidieron perdón a las víctimas y reconocieron su responsabilidad como máximos responsables de crímenes tan emblemáticos como los secuestros y las ejecuciones extrajudiciales conocidas localmente como ‘falsos positivos’. De paso, la mayoría acogió las imputaciones que les hizo la JEP de haber cometido crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. Tras ese avance, en los próximos meses deberían comenzar a salir las primeras sanciones.
En al menos otro caso, el de crímenes ocurridos en el Pacífico nariñense, la JEP está muy cerca de develar su primera imputación contra integrantes de las FARC, incluyendo cómo se ensañaron contra poblaciones étnicas como los indígenas awá y varios consejos comunitarios de afrodescendientes. En los restantes cuatro macro-casos que abrió entre 2018 y 2019, incluyendo el de reclutamiento de niños y el del exterminio político del partido de izquierda Unión Patriótica, el rezago es notorio y no hay ninguna señal de la JEP sobre cuándo podrían anunciarse esas primeras acusaciones. Adicionalmente la JEP aumentó carga de trabajo al abrir tres nuevos casos este año.
Dependiendo de qué ruta elija Gustavo Petro en sus incipientes negociaciones, al tribunal especial podría caerle más trabajo o competencia.
¿Una nueva Comisión de la Verdad?
No es la única instancia donde el gobierno Petro podría pisar los zapatos de la justicia transicional. El canciller Álvaro Leyva, un veterano político conservador que asesoró a las FARC en los diálogos de La Habana, abrió la puerta para que las negociaciones que busca adelantar el nuevo gobierno también cierren con una comisión de la verdad - pese a que el mandato de la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad surgida del acuerdo de paz de 2016 apenas concluyó en agosto pasado tras tres años y medio de trabajo y un informe final de más de 10 mil páginas.
Aunque es comprensible el hermetismo del gobierno Petro sobre la metodología y agenda que podrían tener unas negociaciones que aún no han iniciado, muchas de estas preguntas inevitables -¿se banaliza la justicia transicional existente si se le sobrecargas o si se crea una nueva comisión de la verdad justo tras cerrar otra?- han surgido por el afán de sus funcionarios y el suyo de anunciar la “paz total” con bombos y platillos.
En contraste, el gobierno Santos solo develó su negociación de paz con las FARC después de que habían pasado dos años de diálogos secretos que culminaron en un acuerdo marco con una agenda concreta de seis puntos y seis reglas de juego. Ese riguroso diseño de proceso es justamente del que se mofó el canciller Leyva, uno de los responsables de la política de paz de Petro, comparándolo como una rígida partitura de música clásica mientras él prefería la improvisación propia del jazz. “Se va inventando”, dijo.