El 8 de marzo pasado, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) develó su quinta imputación en cinco años de trabajo. Su acusación contra 10 ex comandantes regionales de las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) de haber cometido 14 crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad, los dos de mayor reproche a nivel internacional, significó varios hitos para el tribunal especial derivado del acuerdo de paz de 2016.
Tras haber imputado hace dos años a siete integrantes de la cúpula de las FARC por miles de secuestros (y que éstos aceptaran su responsabilidad), es la primera vez que la JEP baja en la cadena de mando de esa guerrilla e intenta probar la responsabilidad de jefes que operaban a nivel local. Es también el primer resultado tangible en uno de los casos en los que decidió no centrar su investigación judicial en un delito específico, sino más bien en una región geográfica. Y también es la primera vez en que, en vez de examinar un universo completo de víctimas, eligió poner la lupa en la manera como miles de personas pertenecientes a dos minorías étnicas –indígenas y afrodescendientes- sufrieron lo que llamó “un régimen de terror” por parte de la guerrilla que dejó sus armas hace seis años.
“Todo proyecto de vida fue cercenado y los diferentes delitos documentados (…) tuvieron como hilo común un ensañamiento y perfilamiento contra los ciudadanos indígenas y afros”, escribió el magistrado Raúl Sánchez en su auto.
El primer caso territorial
Este ‘Caso 05’ es uno de los primeros siete macro-casos abiertos por el brazo judicial de la justicia transicional y uno de tres que se centran en los crímenes cometidos por múltiples actores, incluidas las FARC pero también agentes de la fuerza pública y terceros, en regiones específicas de Colombia. Su foco está puesto en 17 municipios del Cauca y el Valle del Cauca, dos departamentos vecinos del suroccidente del país donde la cordillera de los Andes se encuentra con las tierras bajas del Pacífico, entre 1993 y 2016.
Esa metodología de investigación fue el resultado de un largo debate interno en la JEP y en especial en su Sala de Reconocimiento, la encargada de construir y presentar los casos, sobre cómo seleccionar qué y a quiénes investigar, juzgar y sancionar. De entrada, el acuerdo de paz le fijó a la justicia transicional un criterio doble para acotar ese trabajo en un país que cuenta 9,4 millones de víctimas de 12 millones de delitos: por un lado debía centrarse en los crímenes más graves y representativos y, por otro, en los máximos responsables de cometerlos. Los magistrados de la JEP optaron por aterrizar esa misión mediante dos métodos de selección: uno más ortodoxo en torno a delitos específicos, como en los casos sobre secuestros de las FARC y ejecuciones extrajudiciales cometidas por militares, y otro más novedoso centrándose en regiones particulares.
“Control territorial y social”
En esta primera decisión de su caso territorial inaugural, la JEP acusó a 10 antiguos comandantes de dos estructuras que operaban en esa zona, las Columnas Móviles Jacobo Arenas y Gabriel Galvis, de haber cometido ocho crímenes de guerra y seis crímenes de lesa humanidad. Entre ellos figura la primera mujer imputada hasta ahora por el tribunal, Gloria Patricia Ramírez, alias ‘Lady’.
La JEP determinó que se ensañaron con los pobladores de la región como parte de su plan para dominar la región del Pacífico y tomarse ciudades como Popayán o Cali, la tercera más grande del país, mientras usaban las escarpadas montañas vecinas como retaguardia. El fin último de esos crímenes –argumenta la JEP- era “obtener y consolidar el control territorial y social” de municipios que consideraban un corredor estratégico.
Los acusados tienen ahora 30 días para escoger qué camino toman en el sistema de dos carriles de la justicia transicional colombiana. Si aceptan las conclusiones del tribunal y reconocen su responsabilidad, además de contribuir con la verdad y reparar personalmente a las víctimas, pueden recibir condenas de entre 5 y 8 años en un entorno no carcelario. Si las rechazan, su caso pasaría a un sistema acusatorio y, de ser declarados culpables, enfrentarían penas de 15 a 20 años de prisión.
La decisión de 683 páginas es un compendio enciclopédico de crímenes padecidos por los moradores de estos 17 municipios, desde homicidios selectivos y reclutamiento de niños hasta comunidades enteras confinadas y personas mutiladas por minas antipersonal. Es un texto escrito en un lenguaje árido y fáctico, que se limita con frecuencia a nombrar a las víctimas por sus iniciales, y distante de la prosa elocuente y en ocasiones emotiva con que los autos anteriores narraron los horrores del secuestro y de los falsos positivos.
“Un régimen de terror contra pobladores ancestrales”
Aunque la delimitación de este macro-caso es en teoría geográfica, en la práctica terminó poniendo la lupa también sobre un determinado perfil de víctimas debido a que es uno de los rincones de Colombia con mayor presencia de minorías étnicas. Al punto que en dos de esos municipios, Toribío y Jambaló, más del 95% de la población es indígena y en Puerto Tejada un 97% es afro. Eso significó que buena parte del trabajo investigativo de la JEP reconstruye las atrocidades perpetradas por la guerrilla contra nueve pueblos indígenas, en su mayoría asentados en la cordillera, y decenas de comunidades afro, que descienden de los esclavos traídos por los españoles desde África en el siglo XVI para minar oro y plata.
“Bajo la idea de consolidar un corredor estratégico que les permitiera controlar el sur del país y ahí dar el gran salto al poder de toda Colombia, las FARC-EP instauraron un régimen de terror que puso a los pobladores ancestrales en la sin salida de estar en el centro de un conflicto con varios actores e intensidades”, dice el auto. Es una apreciación que las cifras corroboran: indígenas y afro, que cuentan con especial protección constitucional y un capítulo propio en el acuerdo de paz, suman la décima parte de la población pero han puesto casi la quinta parte de las víctimas del conflicto armado.
Para ilustrar ese régimen de terror, la JEP identifica los patrones de algunos delitos. Con decenas de ejemplos, muestra que las FARC cometieron asesinatos selectivos contra tres tipos de personas: las que acusaba de ser informantes de policías o militares, las que consideraba sus enemigas y los líderes que eran críticos de la guerrilla y que, en palabras suyas, “sembraban odio” o “promovían un espíritu confrontacional”. Por ejemplo, en 2011 mataron a Leopoldina Valencia, una médica tradicional nasa de 70 años, tras señalarla de hacerle brujería a sus milicianos. El asesinato de líderes y autoridades tradicionales, dice el tribunal, tenía el objetivo de “alterar su equilibrio espiritual, político y cultural”. También detalla cómo la guerrilla afectó la vida cotidiana de cientos de comunidades, instalando campamentos en sus territorios sin permiso de las autoridades tradicionales, infiltrando sus organizaciones para desestabilizarlas o imponiéndoles horarios de circulación.
El altísimo número de víctimas acreditadas en el caso, 180 mil, refleja ese nivel de victimización, pero también la decisión de la JEP de permitirles acreditarse como sujetos colectivos, en vez de individualmente como en los casos anteriores. Aunque no la menciona por nombre, una de esas comunidades afro –la de La Toma- es aquella de donde proviene la actual vicepresidenta Francia Márquez, quien fue una reputada líder ambiental y de víctimas y ganó el premio Goldman antes de entrar en la política electoral.
Pueblos bajo asedio
Esta nueva acusación se centra en los delitos que laceraron la vida de los pueblos más pequeños y rurales. Entre estos, otorga un papel protagónico a los ataques y tomas guerrilleras, que duraban desde unas horas hasta varios días y dejaron grabadas en el imaginario colombiano las imágenes desoladoras de plazas derruidas y fachadas de casas agrietadas a punta de disparos. Solo el Cauca concentra 309 de los 600 ataques de este tipo registrados.
La meta más frecuente de las FARC era destruir la estación de policía o asaltar el banco del pueblo, aunque –como reconocieron varios guerrilleros al tribunal- con frecuencia estaban fortificados. Eso significó que los civiles, casi siempre expuestos, terminaban asumiendo el costo humano. Una bicicleta bomba en Pradera hirió a 14 niños que celebraban Halloween. Una ‘chiva’ de transporte público cargada con 100 kilos de explosivos dejó dos muertos, cien heridos y 400 casas dañadas en Toribío en día de mercado. Una volqueta con cilindros explosivos dejó 183 heridos en Morales después de que el conductor la dejara al lado de una vivienda y huyera.
Con mucha frecuencia devastaban bienes civiles, desde casas, hospitales e iglesias hasta la infraestructura de servicios públicos de energía, agua o telefonía. Un ataque con granadas y cilindros de gas en Caldono, el segundo pueblo que más los sufrió en todo el país, destruyó por completo una escuela donde estudiaban 400 niños. Muchos de esos ataques, argumenta la JEP, infringieron el derecho internacional humanitario porque la guerrilla usó artefactos explosivos que sabía imprecisos, violando el principio de distinción. Este repudio a esa estrategia de las FARC tan costosa en vidas humanas cobra aún mayor importancia dado que la JEP no priorizó un macro caso de medios y métodos de guerra.
Destrucción ambiental como crimen de guerra
Una de las prioridades para la JEP con los casos regionales es mostrar que no solo las comunidades fueron víctimas, sino también sus territorios y los ecosistemas que albergan. Aunque en esta acusación no desarrolla la idea en mucha profundidad, el auto detalla por primera vez en un escenario judicial las afectaciones de las FARC a algunos de los ecosistemas más sensibles de Colombia, el segundo país más biodiverso del mundo.
La guerrilla, argumenta la JEP, “tuvo una actitud ambigua que terminó por generar afectaciones graves al ambiente por su conducta, permisiva en algunos casos y directa en otros, con actos humanos que rompieron con el equilibrio ambiental de la región”. Lo ejemplifica, por un lado, con las afectaciones a los páramos, un ecosistema de alta montaña que solo existe en un puñado de países tropicales y fundamental por su riqueza hídrica, contando cómo los guerrilleros tumbaban su capa vegetal -en especial los emblemáticos frailejones- para instalar sus campamentos o sembrar minas antipersonal para frenar avanzadas del Ejército. Y por el otro, por haber promovido la expansión de la minería ilegal y de la tala de bosques para cultivar coca, marihuana y amapola. Por todo esto calificó su destrucción ambiental como un crimen de guerra.
Una justicia transicional ilustrativa
En su conjunto, la primera acusación territorial de la JEP es ilustrativa de la manera como muchos rincones del campo colombiano vivieron el conflicto armado.
Al penalizar el desplazamiento como crimen de guerra y el traslado forzoso de población como crimen de lesa humanidad, se convierte en la primera decisión judicial de la justicia transicional tocante al delito más extendido en el país y, por ende, uno de los más emblemáticos – uno que tocó a 8,2 millones personas o uno de cada seis colombianos. También es un crimen que la JEP no había priorizado, algo que tampoco había ocurrido con los ataques intencionados contra la población civil o el uso de minas antipersonal.
Además de documentar delitos que estaban huérfanos, este caso reconstruye con claridad la manera como éstos interactúan entre sí. Por ejemplo, muchas de las tomas a pueblos fueron tan mortíferas por el uso indiscriminado de tatucos y cilindros de gas, dos artefactos explosivos que las FARC fabricaban de manera artesanal y con una muy baja precisión que ellos optaron por ignorar. O cómo solían sembrar minas antipersonal, también fabricadas por ellos mismos pese a estar prohibidas por la Convención de Ottawa desde 1999, para mantener a las comunidades confinadas.
En algunos casos, los delitos generaban un círculo vicioso de victimización. Los frecuentes ataques a fiscales y jueces en esos municipios significaron que era prácticamente imposible interponer una denuncia contra las FARC o acceder a la justicia, generando -en palabras de la JEP- “una ley del silencio”. “La impunidad era tan generalizada que cuando excepcionalmente algún miembro de las estructuras (…) era capturado (generalmente por rebelión y almacenamiento y fabricación de artefactos explosivos), volvía unos años después a la zona donde operaba”, estableció el tribunal, documentando cómo varios de los ex guerrilleros comparecientes se habían beneficiado de esa ausencia de administración de justicia.
Preguntas abiertas
Pero también deja varias preguntas abiertas. No es claro cómo interactúa con el caso de la JEP sobre reclutamiento de menores, que viene más atrasado a causa de una cascada de recusaciones de ex integrantes de las FARC contra el magistrado que lo lideraba y luego por su renuncia. Y aunque es claro por qué omitió hablar de secuestros, cuyo caso va más avanzado y será el primero en llegar a sanciones, es menos comprensible por qué omitió hablar de violencia sexual que no tiene caso propio.
Tampoco hay claridad sobre la secuencia que sigue en este caso en la identificación de responsables, a diferencia de los dos anteriores en que era explícita. Mientras el caso de secuestro arrancó por el Secretariado de las FARC para luego pasar a los bloques regionales de la guerrilla, el de falsos positivos arrancó en seis subregiones para ahora subir hacia el mando nacional del Ejército que pudo haberlos ordenado o prevenido.
Tres salvamentos que evidencian grietas internas
Más allá de las preguntas sobre si seguirá hacia arriba o hacia otros actores, la publicación de esta acusación deja también en evidencia que hay un duro debate al interior de la JEP sobre los casos territoriales. A diferencia de lo ocurrido en imputaciones anteriores, tres de los siete magistrados de la Sala de Reconocimiento presentaron salvamentos de votos parciales en los que disputaron la metodología del auto y algunas de sus conclusiones.
La que más generó ruido fue la calificación de las afectaciones al ambiente en un conflicto armado no internacional como crimen de guerra. Julieta Lemaitre, la magistrada a cargo del caso de secuestro, defendió que el auto “hace un análisis cuidadoso y bien intencionado de la degradación ambiental” y Catalina Díaz, que lleva el de falsos positivos, resaltó que “provee sólidas bases para diseñar medidas de reparación y restauración que tengan en cuenta la complejidad de las afectaciones a la naturaleza”. Pero ambas señalaron que la acusación no logra probar que hay daños graves, extensos y duraderos, que los acusados fueron responsables directos de éstos y que lo hicieron mediante conductas violatorias del derecho internacional humanitario.
A su vez, la magistrada Lily Rueda le recriminó por haber omitido la violencia sexual y por sus “deficiencias” en el análisis del reclutamiento de menores de edad, justo el caso que ella lleva. “No se ocupa de ofrecer un relato sobre la forma como ocurrió el reclutamiento en este territorio y no desarrolla las modalidades conforme a las cuales se presentó esta conducta”, escribió. Por último, Lemaitre lamentó que –en una institución con recursos humanos limitados y 10 años para presentar acusaciones- haya tomado tanto tiempo esta primera decisión. En sus palabras, “es claro que no habrá resultados finales antes de 10 años, ya que ya han transcurrido cinco y el único producto es la imputación a dos de seis estructuras de las FARC que operaron en la zona, y ni siquiera por todos los crímenes cometidos”.
Más allá de esas controversias jurídicas que seguramente continuarán y de su prosa seca, el primer caso regional reconstruye muchos delitos que hasta ahora la JEP no había abordado, mediante un sinnúmero de citas de los informes entregados por las víctimas e incorporando las admisiones explícitas de muchos ex guerrilleros sobre éstos. Y, sobre todo, reconoce el doloroso calvario de miles de víctimas en la Colombia más rural.