Cuando hace un mes la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) develó su quinta imputación, marcó varios hitos: acusó por primera vez a mandos medios de las antiguas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), develó su primera investigación centrada en regiones en vez de delitos específicos y puso la lupa sobre miles de víctimas pertenecientes a dos minorías étnicas. También fue la primera vez que el brazo judicial de la justicia transicional colombiana responsabilizó a un actor armado por daños ambientales.
Según la JEP, las dos estructuras de la guerrilla que operaban en los departamentos de Cauca y Valle del Cauca, en el suroccidente del país, fueron responsables de la destrucción de ecosistemas de alta montaña y de la degradación derivada de la minería ilegal y los cultivos de coca. Tras describirlos como daños “cuya huella puede ser totalmente irreversible”, decidió calificarlo como crimen de guerra e imputó a diez comandantes locales de la guerrilla.
Fue una decisión trascendental, en momentos en que a nivel global continúa la discusión sobre el mérito de incluir el ‘ecocidio’ como un quinto crimen internacional en el Estatuto de Roma. En Colombia, fue la primera vez que la justicia transicional nacida del acuerdo de paz de 2016 tomó una decisión legal abordando el impacto del conflicto armado interno en el ambiente, un hito en el segundo país más biodiverso del mundo. Era su manera de cumplir la promesa de que, como dice la acusación, “la justicia transicional es también una justicia ambiental”.
No ha sido, sin embargo, una decisión exenta de controversia. Tres de los siete magistrados que integran la Sala de Reconocimiento de la JEP, que se encarga de documentar los casos que ésta presenta, se apartaron de la decisión mayoritaria y presentaron duros salvamentos de voto cuestionando esa calificación jurídica. Dos más presentaron aclaraciones de voto defendiéndola. Esa situación poco habitual subraya cómo, pese a lo histórico de que el tribunal de paz investigue los crímenes ecológicos, hay un marcado desacuerdo interno sobre cómo debería sancionarlos.
“El impacto de la guerra en la naturaleza”
En su acusación, el magistrado Raúl Sánchez se centró en documentar dos economías criminales en esa región que, a su juicio, “resumen el impacto de la guerra en la naturaleza”. Por un lado, las FARC promovieron la minería ilegal de oro mediante retroexcavadoras que destrozan las cuencas de los ríos y sedimentan su lecho, en entables mineros que incluso usaban químicos tóxicos y prohibidos internacionalmente como el mercurio para separar el mineral de la roca. Por otro, la guerrilla impulsó el cultivo de coca para producir cocaína, en lo que llamó un “círculo vicioso” de deforestación y reconversión agrícola.
Ambas fueron, señala la JEP, fuentes integrales de financiación de las FARC y actividades tan complementarias que coinciden hasta en dos terceras partes del Cauca, realizadas “sin ningún tipo de reglas de manejo ambiental o reducción de impacto”. Por lo general, dice el auto, los guerrilleros participaban de manera indirecta, cobrando extorsiones o comercializando el producto, aunque la Sala de Reconocimiento dice también haber documentado casos de guerrilleros que eran dueños de maquinaria.
La suma de estos daños llevó a la JEP a concluir que, en esa región, las FARC fueron “autoridad ambiental de facto” y “no tuvieron una política activa para prevenir los daños ocasionados”. En sus palabras, su “actitud ambigua (…) terminó por generar afectaciones graves al ambiente por su conducta, permisiva en algunos casos y directa en otros, con actos humanos que rompieron con el equilibrio ambiental de la región”.
Adicionalmente, la JEP acusó a las FARC de generar múltiples daños en los páramos, un ecosistema de alta montaña que solo existe en un puñado de países tropicales y considerado estratégico por su riqueza hídrica. Según el relato del tribunal, los guerrilleros tumbaban su capa vegetal rica en carbono para instalar campamentos y sembraban minas antipersonal para frenar avanzadas del Ejército, cuya explosión afectaba al entorno. En un apartado resaltó la destrucción de frailejones, las emblemáticas y velludas plantas que retienen grandes cantidades de agua y cuya silueta casi fantasmagórica se suele divisar entre la niebla. “Crece un centímetro por año y recuperar algún ejemplar pude durar hasta 200 años”, explicó la JEP, subrayando que ese hecho prueba la severidad y magnitud de los daños.
“El medio ambiente, como concepto amplio, pero también representado por seres vivos o sintientes, presenció un ataque contra su integridad impulsada por la avaricia de los actores armados”, concluyó.
El territorio como víctima
Además de documentar la huella ambiental de esas dos economías criminales y los daños en los páramos, la JEP elabora en otra idea novedosa. No solo los indígenas y afrodescendientes fueron víctimas del conflicto armado, sino también los territorios que habitan, en lo que llamó “un crimen de naturaleza pluriofensiva”.
Según el auto, las diferentes acciones de las FARC –desde asesinatos hasta confinamientos y desplazamientos- causaron un sinnúmero de daños colectivos e individuales a las minorías étnicas, que en Colombia gozan de especial protección constitucional. Citando ejemplos tomados de los informes presentados por diversos pueblos y comunidades, la JEP muestra que la guerrilla debilitó sus estructuras de gobierno, facilitó la pérdida de rasgos identitarios como la lengua o la vestimenta, restringió el acceso a sus sitios sagrados y fragilizó sus economías locales. Esto le llevó a concluir que hubo “una afectación sistemática al derecho de identidad cultural de los pueblos ancestrales, comunidades campesinas y afrodescendientes”.
Aunque no desarrolla la idea en profundidad, la acusación amarra esas afectaciones a la cosmovisión de muchos de los pueblos étnicos en Colombia, para quienes el territorio es una parte tan integral de la comunidad como las personas que lo habitan. Por eso, los resguardos indígenas y los consejos comunitarios afro, más que ser solo “lugares de disputa por tratarse de espacios con características geográficas que constituyen ventajas estratégicas en la guerra”, eran parte del “legado milenario o centenario” de los 10 pueblos indígenas y decenas de comunidades afro afectadas. En esa lógica, la minería ilegal importa no solo en tanto “dio un certero golpe a la enorme biodiversidad del área”, dice el tribunal, sino porque “alteró la relación de las comunidades con sus tierras ancestrales”.
En algunos pasajes, parecería que la propia JEP no llevó su investigación hasta sus últimas consecuencias. En un aparte, el auto menciona que dirigentes de la Columna Móvil Gabriel Galvis reconocieron haber sembrado minas antipersonal en el páramo en torno a la laguna San Rafael que los indígenas kokonuko consideran un sitio sagrado. El equipo de la JEP no se percató de que esa laguna –también llamada Andulvio- está ubicada dentro del Parque Nacional Puracé, un hecho que otorga un grado aún mayor de gravedad a la confesión dado que en Colombia los parques nacionales también gozan de especial protección constitucional.
Daños ambientales como crimen de guerra
Al investigar los daños ambientales causados por las FARC en las montañas del sur del país, la JEP se enfrentó a un obstáculo significativo: el Estatuto de Roma -el tratado que creó la Corte Penal Internacional y del que Colombia es parte- contempla que los daños duraderos, extensos y graves causados al ambiente pueden constituir un crimen de guerra en medio de un conflicto internacional, pero no dice nada sobre los conflictos armados de carácter interno como el que vivió Colombia durante medio siglo. Es un dilema que han reforzado las demandas de grupos étnicos y científicos ambientales de abordar el impacto de la guerra en los ecosistemas y parques nacionales del país.
Esa zona gris legal significa que no había un camino único y claro para imputar a los ex comandantes de las FARC por su destrucción ambiental. El magistrado Raúl Sánchez decidió calificar esos actos como crimen de guerra siguiendo una triple línea de argumentación. En su tesis central, razonó que encaja dentro del delito internacional de destruir o apoderarse de los bienes de un adversario, en tanto el ambiente es una propiedad de carácter civil y un ataque a los recursos naturales constituye uno contra el Estado como su adversario.
En segundo lugar, adujo que la ley colombiana prohíbe causar daños extensos, duraderos y graves al ambiente, que eso acarrea una responsabilidad penal individual a quien los cause y que se cumplen los criterios internacionales –siguiendo el test Tadić del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia- para considerarlo un crimen de guerra. Por último, planteó que los crímenes ambientales no deberían ser amnistiables y defendió que la naturaleza también puede ser considerada víctima, en un país donde otras entidades no humanas -como la Amazonia colombiana o el río Atrato en el Pacífico- han sido declaradas sujetos de derechos por las altas cortes.
“Un crimen inexistente en el derecho penal internacional”
La argumentación legal del magistrado Sánchez generó un áspero debate al interior de la Sala de Reconocimiento, que se extiende a otro caso territorial –el 02- centrado en la subregión del sur de Nariño y también de próxima imputación. A diferencia de lo que había ocurrido en acusaciones anteriores, tres de sus siete magistrados presentaron salvamentos de votos parciales en los que disputaron la metodología del auto y algunas de sus conclusiones.
El tema que más generó ruido fue el de los daños ambientales. Julieta Lemaitre, la magistrada a cargo del caso contra las FARC por su política de secuestro, defendió que el auto “hace un análisis cuidadoso y bien intencionado de la degradación ambiental” pero afirmó que “crea un crimen inexistente en el derecho penal internacional”. En su visión, si la degradación ambiental fue –como dice el auto- causada sobre todo por los cultivos ilícitos y la minería ilegal, esos comportamientos no eran un crimen internacional en el momento en el que los imputados los cometieron y, en cambio, sí son susceptibles de amnistías. También disputó las ideas de que el ambiente sea un bien del Estado y señaló que, así fuese, no pertenecería entonces a los pueblos étnicos.
Catalina Díaz, que lleva el caso de falsos positivos, resaltó que “provee sólidas bases para diseñar medidas de reparación y restauración que tengan en cuenta la complejidad de las afectaciones a la naturaleza”, pero señala que adolece de “fallas argumentativas serias” al calificarlas como crímenes de guerra. Entre otras, señala que no hay pruebas de que atacaran los ecosistemas con el ánimo de disminuir la capacidad de combate de su adversario y que no se prueban los nexos causales de los acusados con las economías criminales que depredan el ambiente. Y Lily Rueda, quien lleva el caso de reclutamiento de menores contra las FARC, señaló que “no [ve] posible calificar la minería ilegal o los cultivos de uso ilícito como medios o métodos de combate”. Al igual que sus dos colegas, consideró que el auto describe dos actividades criminales que son amnistiables como crímenes de guerra, rompiendo con la idea del acuerdo de paz de conceder la amnistía más amplia posible legalmente.
En suma, las tres señalaron que la acusación no logra probar que hay daños graves, extensos y duraderos, que los acusados fueron responsables directos de éstos y que lo hicieron mediante conductas violatorias del derecho internacional humanitario.
¿Una justicia intercultural?
Otros dos magistrados defendieron las conclusiones de la acusación. Óscar Parra, que también lleva el caso de ejecuciones extrajudiciales, añadió otros caminos adicionales para calificarlo como crimen de guerra, incluyendo que las FARC omitieron sus obligaciones como potencia ocupante en los territorios donde fungieron como autoridad ambiental de facto y que “la apropiación de los recursos naturales, suelos, ríos y demás fuentes acuíferas o elementos partes de la interrelación compleja del medio ambiente” puede ser considerada una forma de pillaje, castigable con el mayor reproche en ambos tipos de conflicto.
Belkis Izquierdo, la nueva vicepresidenta de la JEP y quien lleva el caso territorial de Nariño, planteó que es un buen ejemplo de los “diálogos interculturales horizontales” que debe tejer el tribunal de paz con los sistemas jurídicos propios de los pueblos étnicos y que sus decisiones deben incorporar esas cosmovisiones. Eso implica, dice, reconocer la relación “íntima” y “armónica” que tienen con el territorio, “esencial para su supervivencia física, cultural y espiritual”.
“Más que entender el daño cometido contra unidades de paisaje o recursos naturales, es necesario tener un enfoque relacional que considera la ruptura de relaciones socioecológicas a múltiples escalas y temporalidades”, escribió Izquierdo, quien es indígena arhuaca y fue la primera mujer indígena en llegar a una alta corte en Colombia. Luego plantea un camino jurídico que considera más idóneo que el elegido por Sánchez: la acciones de las FARC contra sitios sagrados configuran el crimen de guerra de destrucción de bienes culturales o lugares de culto. No considerarlo así, escribe, significa que las visiones y vivencias de los pueblos étnicos no se vean reflejadas en la acusación.
El que plantea Izquierdo no es un debate aislado, sino que refleja el de su propio caso, que aborda los crímenes cometidos contra decenas de consejos comunitarios afro y varios resguardos awá -el pueblo indígena más victimizado- en la región del Pacífico fronteriza con Ecuador. Su propuesta de acusación contra otro grupo de comandantes locales de la guerrilla fue presentada a la Sala en octubre pasado, según confirmaron a Justice Info dos personas que conocen el caso, pero aún no ha sido aprobado por sus colegas en medio de debates jurídicos similares.
Crímenes simbólicos
La manera como la JEP -la primera alta corte en Colombia en tener magistrados indígenas- termine resolviendo este debate jurídico tendrá implicaciones hacia delante. No solo será fundamental para los otros dos casos regionales ya abiertos, sino también para decidir qué hacer frente a los reclamos de otras víctimas y del sector ambiental.
Como contó Justice Info, un grupo de científicos y expertos ambientales solicitó al tribunal examinar la manera como los parques nacionales y los funcionarios públicos que los cuidan fueron atacados por las FARC, incluyendo al menos un caso –el asesinato del guardaparques Martín Duarte en el Parque Nacional Sierra de la Macarena- en el que uno de los presuntos victimarios está pendiente de que la JEP defina su situación jurídica. El sector privado también ha insistido en que se aborden los 3.659 ataques contra oleoductos en las últimas tres décadas, que han contaminado ríos y acuíferos, incluyendo más de 700 perpetrados por las FARC en Nariño y Putumayo. Ambos son crímenes de alto valor simbólico por el que la antigua guerrilla aún no ha respondido.
También puede marcar otros procesos transicionales a futuro. Sobre todo porque el gobierno de Gustavo Petro inició una negociación de paz con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), otra guerrilla aún en armas que históricamente ha centrado su actividad militar en la explosión de oleoductos como manera de luchar contra el modelo económico. Si prosperan los diálogos con esa guerrilla, sus integrantes podrían llegar a algún mecanismo de justicia transicional –sea la JEP o uno nuevo- y, por lo tanto, responder por estos actos bélicos y los daños ambientales que causaron.
“La justicia transicional a nivel internacional ha debido encarar y dar respuesta jurídica a demandas de justicia que no la habían encontrado en la justicia ordinaria. Acá lo que está en juego es la posibilidad de que la JEP tome en cuenta las demandas de justicia ambiental y territorial de las víctimas”, dice Gloria Lopera, una profesora de la Universidad Jorge Tadeo Lozano y ex magistrada auxiliar de la Corte Constitucional que ha estudiado la historia jurídica de los territorios indígenas. “Esos daños ambientales y esa apropiación del territorio en clave extractivista y criminal no son algo secundario, sino parte de lo que ha alimentado el conflicto y lo ha mantenido vigente”.