Justo en momentos en que la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad ultimaba los detalles del informe que debería ser su legado para la historia de Colombia, Andrés Celis vivió una inesperada metamorfosis. Pasó de ser uno de los cientos de funcionarios públicos que, con esmero y empatía, entrevistaron a miles de sobrevivientes y ex combatientes a ser él mismo una víctima, como aquellas a quienes escuchó durante horas.
Durante los últimos trece meses, Celis ha convivido con una aguda depresión, un insomnio que llevó a su cuerpo a sus límites y la soledad propia del exilio, después de que dos robos informáticos y una sucesión de amenazas de muerte lo obligaron a salir del país en septiembre de 2022.
El caso de Andrés ilustra una realidad dramática para muchos operadores de la justicia transicional en un país como Colombia, que viene cerrando su conflicto armado por capítulos y donde –pese a la exitosa dejación de armas de la antigua guerrilla de las FARC- aún sobreviven decenas de estructuras criminales que están férreamente opuestas a la verdad, al empoderamiento de las víctimas o a ambas.
Su historia –y la de al menos tres colegas de la Comisión de la Verdad- subrayan varias preguntas difíciles para uno de los modelos transicionales más innovadores. ¿Cómo puede tener equipos de psicólogos y trabajadores sociales al servicio de las víctimas y ex combatientes, pero no de la mayoría de sus propios funcionarios? ¿Y quién protege a un funcionario público dedicado a avanzar la misión de la justicia transicional cuando la institución para la que trabajaba deja de existir?
“Sentirse ahogado con una máscara de oxígeno puesta”
Celis, un periodista y politólogo de 31 años, acaba de cumplir un año por fuera de Colombia, un exilio forzoso que describe en el blog que mantiene como “sentirse ahogado con una máscara de oxígeno puesta”.
El trabajo como investigador en la Comisión de la Verdad era su sueño. También fue la oportunidad de juntar sus dos profesiones tras haber trabajado durante cinco años en Verdad Abierta, un innovador medio digital dedicado a entender las dinámicas del conflicto armado, el comportamiento de los distintos grupos armados y las secuelas de sus actos. También lo hizo en Rutas del Conflicto, otro medio que nació de la mano de una aplicación de móviles que educaba a los colombianos sobre las tragedias que ocurrieron en cada lugar del país por donde pasaban.
Por eso, cuando una agencia de Naciones Unidas abrió una convocatoria para formar parte del equipo de alistamiento previo a la Comisión, no dudó en postularse. “Con un grupo de amigos decíamos que una Comisión de la Verdad sería el momento para poder aportar un granito de arena a todo lo que se había investigado antes”, cuenta por videoconferencia desde el país europeo que le concedió un visado humanitario. Durante nueve meses se dedicó a leer sentencias del primer tribunal de justicia transicional en el país, Justicia y Paz, creado tras la desmovilización de los grupos paramilitares en el gobierno de Álvaro Uribe, preparando un balance de qué verdades se habían establecido por esa vía y qué vacíos había.
Ya con la Comisión de la Verdad andando, se sumó a un equipo de seis personas dedicado a hacer entrevistas en profundidad con personajes claves para entender las vicisitudes del conflicto armado. No necesariamente eran personas de alto perfil político o bélico, pero sí testigos excepcionales de la violencia de décadas en el país y de los mecanismos que le permitían reciclarse una y otra vez. Eran conversaciones de muchas horas que en ocasiones, si el entrevistado estaba en la cárcel, podían tardar meses en ser completadas.
A Andrés le tocaron las de antiguos paramilitares y narcotraficantes. Lo hizo de la mano del comisionado Alejandro Valencia Villa, un abogado especializado en derechos humanos que había trabajado en varias comisiones de la verdad en América Latina. Con cierta frecuencia, también apoyó al sociólogo y escritor Alfredo Molano, quien murió al año de trabajo de la Comisión. Fue una época feliz. “Viví muy contento mucho tiempo trabajando ahí”, recuerda.
“Operación limón” por un capo de la droga
El calvario de Andrés Celis inició justo después de su última visita a uno de esos entrevistados. Durante 13 sesiones se reunió con Dairo Úsuga, más conocido como ‘Otoniel’, un señor de la guerra y máximo comandante del Clan del Golfo que había sido capturado hacía poco. La Comisión consideraba que podía conocer verdades importantes sobre el conflicto armado por haber sido, antes de líder de uno de los mayores grupos de narcotráfico del país, integrante de la extinta guerrilla maoísta Ejército Popular de Liberación (EPL) y de los paramilitares de extrema derecha de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Era un caso emblemático de transfuguismo, o lo que en Colombia se describe como el ‘cambio de camisetas’ entre grupos armados.
Fue, en palabras de Celis, una “entrevista interrumpida”. En una decena de visitas a su fuertemente custodiada celda dentro de la DIJIN en Bogotá les sobraron inconvenientes. Una vez les dijeron que no podían grabar, que los bolígrafos estaban prohibidos. En otra les dijeron que Valencia no aparecía registrado en la base de datos de esa división de la Policía Nacional y no podría entrar. En una sesión la grabadora se detuvo súbitamente dos veces, en otra solo quedó ruido blanco. Obstáculos pequeños que, sumados, significaban que tenían menos tiempo de calidad con Úsuga. Sentían, dice Celis, que les estaban haciendo lo que llama la “operación limón”: exprimirlos hasta aburrirlos y que desistieran.
Durante la última sesión, el 17 de febrero de 2022, varios policías ingresaron súbitamente mientras conversaban y, sin darles explicación, les instruyeron a evacuar la sala. Esa noche la Policía advirtió de un riesgo de fuga. Fue la última vez que vieron a Úsuga. Dos meses más tarde, el gobierno de Iván Duque lo extraditó a Estados Unidos, donde fue condenado y hoy paga una pena de 45 años. Como había ocurrido ya con otros capos colombianos, terminó condenado por delitos de tráfico de drogas y no por violaciones masivas de derechos humanos, y la posibilidad de persuadirlo a hacer aportes a la verdad se desvaneció.
El habitante de calle que escalaba muros y robaba libros del conflicto
Dos días después de su última entrevista con ‘Otoniel’, Celis se convirtió en noticia nacional. Esa madrugada, su apartamento en el barrio de Teusaquillo amaneció como si hubiera pasado un huracán. Se habían esfumado las dos grabadoras con la conversación con el capo del Clan del Golfo, así como su computador personal, una carpeta de trabajo y dos celulares.
Pero los policías que inspeccionaron el apartamento esa mañana concluyeron, por las ciruelas y latas de atún aplastadas en cocina y sala, que se trataba de un “móvil habitante de calle”. Su teoría era que había sido un ladrón oportunista y de poca monta, pese a que solo se habían robado elementos laborales. A Celis esa hipótesis no le cuadraba, sobre todo porque ni él ni su compañero de piso sintieron la presencia del intruso pese a estar dormidos a escasos metros. A hoy cree que pudieron haber sido drogados como antesala del hurto.
En una segunda inspección, Celis se percató de que también faltaban libros: dos antologías fotográficas de Federico Ríos y Stephen Ferry, dos de los fotoperiodistas del conflicto más reputados del país, así como una serie de panfletos sobre la guerrilla del Ejército Nacional de Liberación (ELN) y el movimiento bolivariano que había recogido como parte de su reportería y que –Celis hoy cree- el ladrón pudo juzgar útiles para minar su credibilidad.
Su escepticismo se multiplicó cuando, el 7 de abril de 2022, la Fiscalía General de la Nación citó a Celis y al comisionado Valencia a una reunión. Ese día, los fiscales les mostraron los videos de cámaras de seguridad que habían recolectado. Mostraban como un hombre de saco negro y gorra de visera doblada hacia abajo, de modo que cubría su rostro, caminaba directo a su edificio y trepaba con agilidad hasta la ventana en el segundo piso. Estuvo escudriñando en el apartamento durante una hora y 32 minutos, hasta que brincó por la ventana y se montó a un taxi de placa ilegible. Pero las autoridades sostuvieron su hipótesis del habitante de calle. Valencia, molesto, les dijo que inventaran algo más plausible. Los fiscales prometieron que continuarían su investigación y que en 24 horas aparecerían los equipos.
Celis no escuchó de la Fiscalía en el año y medio que siguió. Sus abogados han ido dos veces este año a pedir, sin éxito, una copia del expediente judicial. Lo último que supo, por un email que le respondieron en julio de este año, es que varias de las indagaciones por amenazas fueron archivadas por la “imposibilidad de encontrar o establecer el sujeto activo” y la de robo en su casa quedó “inactiva”.
Su caso no es el único de amenazas contra operadores de la justicia transicional. El más visible ha sido quizás el del magistrado Alejandro Ramelli de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y su magistrado auxiliar Hugo Escobar, que fueron amenazados en mayo de 2023 -presumiblemente del Clan del Golfo- mientras investigaban las ejecuciones extrajudiciales en el cementerio de Dabeiba. Estaban “desenterrando un pasado que ya está enterrado”, decía el mensaje de texto que recibieron.
La “maleta colombiana” de Celis
Poco después del robo, Celis comenzó a recibir llamadas anónimas en las que le daban a entender que había un precio por su vida. Eran conversaciones cortas en las que su interlocutor se presentaba como un sicario o un miembro de algún grupo paramilitar –a veces con títulos inverosímiles como “el comandante del bloque principal”- pero que buscaban demostrarle que le estaban haciendo un seguimiento exhaustivo, con direcciones y horas exactas, descripciones de su ropa o de sus acompañantes.
Mensajes parecidos le llegaron por por whatsapp, emails y Twitter. En total, recibió cuatro tandas de llamadas en año y medio, incluyendo varias desde los Países Bajos y al menos cuatro la semana en que la Comisión de la Verdad lanzó su informe final. Un segundo robo ocurrió en marzo de 2022, cuando dos hombres armados lo abordaron en Santa Marta- la ciudad caribeña donde se había refugiado temporalmente- exigiéndole entregarle “sus celulares”.
El desgaste físico y emocional lo motivó a pedir un visado humanitario y viajar al exilio en octubre de 2022. Una ironía trágica más, dado que una de las innovaciones de la Comisión colombiana fue documentar el dolor de quienes se vieron forzados a exiliarse, una diáspora que el comisionado Carlos Martín Beristain –que lideró ese trabajó- calculó en un millón de personas.
En medio de su primer refugio, entre migrantes y asilados de otros continentes que en su mayoría habían llegado a Europa cruzando a nado el estrecho de Gibraltar, Celis revivió los testimonios de un grupo de exiliados colombianos a los que había entrevistado en un espacio de escucha de la Comisión que apoyó. Desde la incertidumbre de no tener cerca una red de apoyo, un salario o un espacio propio hasta la nostalgia de su comida, su idioma o su clima. “Lo que les escuché a ellos ahora yo lo podía contar”, dice. Celis de repente sintió que ese capítulo del informe de la Comisión –llamado ‘Una maleta colombiana’- condensaba su vida actual.
“Yo tuve una cosa aquí en el pecho muchos años. Yo llamé a eso mi dolor de patria, porque era una cosa que no me dejaba respirar”, dice un pasaje que transcribió en su blog.
Cuando la justicia transicional cierra sus puertas
El médico y psicólogo que lideró el trabajo de la Comisión sobre el exilio, con quien Celis no trabajó, se volvió su mayor protector y apoyo moral. Lo mismo hicieron dos colegas investigadoras y periodistas, Ivonne Rodríguez y Tatiana Navarrete, y el criminólogo Camilo Umaña, que lideró la investigación sobre la victimización del poder judicial y hoy es viceministro de política criminal. El padre Francisco de Roux, que presidió la Comisión, acogió a Andrés un mes en el seminario de los jesuitas y le ayudó a gestionar el visado humanitario.
Pero, más allá de tres sesiones con uno de sus psicólogos y largas conversaciones amistosas con la líder del equipo psicosocial Dora Lancheros, Celis sintió que no hubo una decisión institucional por acompañarlo ni de la Comisión ni la mayoría de sus altos funcionarios, incluyendo dos comisionados que habían sido sus jefes. Cuando en marzo de 2022, le preguntó a los encargados de administración, talento humano y seguridad de la Comisión si había una ruta pensada para acompañar a los investigadores tras la publicación del informe final, le respondieron que estaban considerándola.
El 8 de junio, tres semanas antes de lanzar el informe, Celis escribió una carta a la Comisión advirtiendo que la ruta prometida aún no existía. Les hizo tres preguntas:“¿Qué pasará luego de la publicación del informe final con quienes presentamos este tipo de inconvenientes [de seguridad]? ¿Se ha pensado algún tipo de plan de contingencia por si alguna eventualidad ocurre con cualquier persona que haya sido funcionaria de la entidad? ¿Qué pasará con quienes, en representación de la entidad, fuimos quienes hablamos cara a cara con varios actores armados, legales e ilegales y ex agentes del Estado?”.
Celis no fue el único funcionario de la Comisión que debió salir del país. Al menos otra persona, que pidió omitir su nombre, se vio forzada a deambular casi un año por varias universidades de otro continente –“con la maleta al hombro”, dice- tras recibir mensajes intimidatorios durante dos años. Llegó a recibir hasta 80 llamadas de números distintos en un día. La mayoría de interlocutores preguntaban por su nombre y luego se echaban a reír. “¿Va a dejar esto quieto o va a seguir jugando?”, le interrogaron en tres ocasiones. Varios testigos con quien trabajó también fueron amenazados -mediante mensajes que incluían fotos suyas, entregados muchas veces apenas salían de un espacio de escucha- y uno incluso sufrió un atentado. Por este motivo, el padre de Roux le ayudó a salir del país durante un periodo tras el lanzamiento del informe. “¿Por qué tengo que renunciar a todo lo que he construido con tanto amor, pulso y dedicación?”, pregunta, su frustración aún a flor de piel.
Otra ex investigadora de la Comisión, que también pidió omitir su nombre porque trabaja en una agencia internacional, nos relató tres episodios de hostigamiento que reportó al equipo de seguridad y a varios comisionados. Una vez, un hombre encorbatado le tomó fotos con lente teleobjetivo mientras almorzaba y luego huyó. Luego, durante un punto álgido de su investigación, sus llamadas telefónicas empezaron a tener distorsiones de voz e incluso se le coló una conversación externa en inglés. Por último, un vehículo la siguió visiblemente mientras caminaba con su hija. “De las tres denuncias que puse, nunca tuve una respuesta”, dice.
Salud mental de investigadores no atendida
En su carta, Celis tocó otro tema central: la salud mental y emocional de los investigadores, o lo que él llamó “los costos humanos que ha acarreado el trabajo genuino y disciplinado sobre el informe final”. Ni él ni su colega recibieron acompañamiento psicosocial de la Comisión. La psicóloga que Celis consulta desde hace dos años, con quien ha llegado a hablar todos los días, la paga de su bolsillo.
Cuando un grupo de transcriptores, agobiados por la crueldad de los testimonios con que trabajaban, pidió acompañamiento y la entidad se los facilitó. Pero no extendió la oferta al resto de empleados, que también escuchaban relatos desgarradores todos los días. “El equipo psicosocial se ocupaba de acompañar los espacios [de escucha], de acompañar a las víctimas y también a los responsables, pero hacia adentro no”, dice Andrés. “Teníamos nuestras redes de apoyo, para cuidarnos mutuamente”, dice su colega, “pero sí lo necesitábamos de manera sistemática”.
Justice Info buscó al padre de Roux para preguntarle por estos casos y por la atención psicosocial pero no respondió mensajes dejados en su teléfono.
A finales de agosto, la Comisión cerró sus puertas y poco después fue liquidada como entidad pública.
Gusanos cerebrales
Con el exilio y sus añoranzas vinieron también sensaciones que Andrés no conocía. El frío y húmedo otoño le produjo un ataque de asma como los que no sufría desde los doce años. La ansiedad le ha dejado un continuo y doloroso bruxismo. La distancia también trajo consigo un bagaje más pesado: una crisis de insomnio que detonó lo que los médicos diagnosticaron como una depresión mayor.
Solo podía dormir una, dos o máximo tres horas por noche. La falta de sueño generó un efecto dominó en su cuerpo, afectando su estado de ánimo, su capacidad motora y su sistema central nervioso. Una sola cuadra a pie lo dejaba extenuado. Perdió el interés de mantener su cuarto ordenado o lavarse los dientes. Un psiquiatra local le recetó un tratamiento compuesto por una pastilla hipnótica y otra ansiolítica, pero su cuerpo reaccionó mal ante el coctel químico. Vivía acelerado, lloraba sin consuelo todo el tiempo. Sufrió lo que los médicos llaman la despersonalización, un trastorno en donde se sentía fuera de su cuerpo. “Me tenía que repetir quién soy yo, qué hago acá, quién es la persona que está al lado mío”, recuerda.
En esas circunstancias extremas, descubrió, lo que más lo consuela a uno también se puede volver en contra. “Yo soy muy melómano y llegó un momento en que no soportaba la música. Mi refugio era una tortura”, dice Celis. No entendía por qué ‘Hey you’ de su amado Pink Floyd o bandas post-punk como Bestiario le hacían daño, hasta que leyó un libro del neurólogo británico Oliver Sacks y comprendió que, cuando una persona está en un estado alterado, los recuerdos pueden hacer daño. Una canción podía reforzar pensamientos negativos, una repetición patológica que Sacks llama ‘gusanos cerebrales’ y una imagen que Andrés adoptó en sus escritos. Dejó la música por un tiempo.
El “bucle infinito de dolor”, en palabras de Celis, empeoró. Durante dos meses no pudo ir a clase. Las ideas sobre el suicidio se multiplicaron. Sin ver un futuro claro, un día intentó morir. De inmediato llegó su hermano desde otro continente a acompañarlo. Luego también pudo ver a sus padres. Su terapista en Colombia cambió la terapia que recibía y se centró en una que pudiera regular su sueño. Le hicieron todo tipo de exámenes médicos que descartaron un daño cerebral, su mayor temor. “Cuando empecé a dormir, comencé a equilibrarme”, dice.
Terminó su tesis de maestría en sociología jurídica, justamente sobre el Clan del Golfo al que estudió durante años. Postuló a un doctorado en derechos humanos y acaba de ser admitido. Quiere orientarlo hacia seguir investigando y escribir un libro sobre la estructural criminal que lideró ‘Otoniel’.
Como dice Celis en la entrada más visceral de su blog, “no ganaron. Acá estoy”.