“Mamá, vinieron unos muchachos a hablar con Natalia y se la llevaron”, le dijo a Arnobia Gutiérrez uno de sus cuatro hijos el 23 de octubre del 2001, cuando ella regresó a su casa en el barrio Belencito Corazón, en lo más alto de la Comuna 13 que se extiende por las laderas occidentales de Medellín.
En los días siguientes, Arnobia descubrió que 24 adolescentes, incluida su hija Natalia Andrea Cartagena, habían sido reclutados el mismo día por milicianos de la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Al parecer los llevaron a una casa en el barrio Veinte de Julio y, en la madrugada, los condujeron en una camioneta hacia las escarpadas montañas del Oriente antioqueño, donde el ELN tenía una de sus bases de operaciones. Natalia tenía 16 años. Nunca regresó.
Esto hasta que funcionarios de la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas –la más pequeña y menos conocida de la justicia transicional fruto del acuerdo de paz con las FARC de 2016- puso en marcha un proceso de búsqueda para, por fin, darle una respuesta a Arnobia.
El 11 octubre de 2021 en Santo Domingo, un pueblo montañoso en el nordeste de Antioquia, cuando el antropólogo forense Carlos Bacigalupo levantó un collar negruzco, al que le acababa de limpiar el polvo con sus manos enguantadas de verde, Arnobia Gutiérrez suspiró. Era un escapulario con dos dijes con forma de lágrimas, su centro metálico rodeado por una capa plástica y sostenidas por tres vueltas de cuerda.
Suspiró porque lo reconoció.
“Yo no me acordaba, pero ella nunca se lo quitaba de la pierna”, dijo, serena aunque visiblemente emocionada, según el recuerdo de seis personas que estaban a su lado esa tarde. En ese empinado cementerio, una verdad que le había sido esquiva durante dos décadas finalmente emergió.
Unos 99.000 casos de desaparición forzada
Hasta entonces, Natalia era uno de los 23.077 casos de desaparición forzada documentados en Antioquia y uno de 99 mil que se cree existen en Colombia, según cifras de la Unidad de Búsqueda. Su directora, Luz Marina Monzón, ha hablado incluso de 120 mil desaparecidos. Incluso Rodolfo Hernández, uno de los dos candidatos en la segunda vuelta presidencial de la próxima semana, tiene una hija desaparecida, después de que fuera secuestrada en 2004 por el ELN y nunca más se supiera de ella.
El hallazgo de Natalia es una ilustración de para qué le sirve a los colombianos, en lo más concreto y más humano, un sistema de justicia transicional. La búsqueda de Arnobia tenía un apremio adicional. Desde 2016, esta mujer de 55 años y pelo ensortijado a la altura de la nuca padece un cáncer severo de seno que ya ha hecho metástasis en su arteria aorta y, más recientemente, en su glándula tiroidea.
“Veinte años ahí metida y tener ese escapulario todavía enredado en el tobillo, eso es un milagro de Dios. De verdad que haber aparecido los huesitos de ella y yo, como mamá, sentir que eran los de ella…”. Deja en punta la frase, que completa con la expresión de calma en su rostro. “De aquí para acá he sentido un alivio en el alma”.
Ciclos de violencia
En 2001, cuando Natalia fue reclutada forzosamente, era una época compleja en la Comuna 13. Integrantes de dos guerrillas y de los paramilitares se disputaban el control de barrios, confinando a los atemorizados vecinos y marcando el compás de la vida cotidiana. Pero la violencia también anidaba en casa: Natalia creció viendo como su padre, con frecuencia borracho, golpeaba a Arnobia y se gastaba los pesos que ella había ganado limpiando y cocinando en casas de familia. Con los años, ella se volvió cada vez menos tolerante a ese abuso y más inclinada a enfrentársele.
“A mi mamá no me le vas a seguir pegando. Ella es la que nos da la comida, el estudio, la ropa”, le advirtió Natalia, a sus 14 años, después de una tunda. “No te metás, que te reviento esa boca”, le repuso él, lívido de verse retado. “Un día no muy lejano me les voy a ir”, les anunció Natalia un día, cansada de ese infierno doméstico. Arnobia intuye que ese contexto de violencia intrafamiliar y la relación tensa con su padre la volvieron vulnerable a las ofertas engañosas de quienes la persuadieron de unirse a la guerrilla, aún siendo una niña, en una muestra de cómo unas formas de violencia fácilmente conducen a otras.
Irónicamente, Arnobia –quien finalmente terminó denunciando a su pareja por abuso físico- se había casado con él huyendo de otro círculo de violencia, ya que su padrastro, al morir su madre, la abandonó donde una vecina que la golpeaba. Tras la desaparición de Natalia, el círculo de tragedias continuó apilándose sobre los Cartagena Gutiérrez: al año su esposo fue asesinado y, cuatro años después, su hijo mayor.
Durante más de 15 años, Arnobia lloró a Natalia en la intimidad. Pero en 2016, coincidiendo con el diagnóstico de un cáncer que hoy atribuye a esa pena familiar, recuperó el ímpetu para buscarla. Desde entonces reparte su tiempo entre exámenes médicos y quimioterapias, citas con sus abogadas de la Corporación Jurídica Libertad y el puesto donde, cuando se siente bien, vende solteritas y otros dulces tradicionales cerca de La Aurora, la última estación del metrocable.
“Por favor, ayúdame a sacarte”
Seis años después, la tarde nublada del 11 de octubre de 2021, un grupo de 14 personas se reunió en el cementerio de Santo Domingo, un pueblo encaramado en la punta de un cerro y conocido como la cuna del escritor costumbrista Tomás Carrasquilla.
Una cinta morada interrumpía el paso en la galería San Lorenzo, la ‘calle’ occidental de la necrópolis. Varios técnicos forenses de la Unidad de Búsqueda flanqueaban las bóvedas adornadas con flores de seda y centraban su atención en una a ras de suelo. Era la número 12. ‘NN, 19 de julio de 2002’, decía escuetamente.
Del otro lado del seto, en medio de un jardín de patrones geométricos, había una mesa con dos cirios, un florero de lirios magenta y una foto de Natalia Andrea. Unos metros atrás, junto a un ángel de piedra tocando su trompeta hacia el cielo, rodeada por funcionarios de la Unidad de Búsqueda, observaba en silencio Arnobia. Nunca había estado allí, pese a que apenas 73 kilómetros la separaban de su casa en la Comuna 13. La iglesia en el horizonte, con su cúpula hexagonal de hierro galvanizado y sus amarillos campanarios gemelos, la retornaron por un instante a su pueblo natal de Amalfi.
Una vez el topógrafo había hecho el levantamiento planimétrico de la galería, Carlos Manuel Bacigalupo –jefe forense de la Unidad- tomó una maceta y rajó la lápida de cal blanca. Tras remover fragmentos de adobe y argamasa, se acurrucó y adentró en la fosa de dos metros y medio de profundidad, equipado con su cepillo y su recogedor.
“¿Sí estará en esa bóveda?”, pensó nerviosa Arnobia cuando dejó de verlo.
El perito peruano –enfundado en su traje enterizo y acolchonado, como un astronauta acalorado- se ausentó durante varios minutos. Adentro de la bóveda, reparó en que el ataúd estaba casi del todo desintegrado salvo por algunos fragmentos de metal y tela, en que se había acumulado bastante sedimento –seguramente a causa de una filtración visible en el muro del fondo- y que la humedad era alta. Una vez comprendió la disposición del cuerpo, le pidió permiso para retirarlo según una costumbre muy personal que tiene desde hace años. ‘Por favor, ayúdame a sacarte, tu mamá está acá afuera esperándote’, le susurró con una mezcla de respeto y cariño. Ya acomodado en posición de plancha, su espalda contra el techo y los codos pegados a los muros para darse estabilidad, fue retirándole la tierra a Natalia y limpiando cada uno de sus huesos con infinita delicadeza.
“Eso es una ciencia muy hermosa”
El antropólogo reemergió tras una espera que a Arnobia se le hizo corta. Colocó con cuidado varios fragmentos óseos sobre una mesa plegable. Uno por uno les mostró los huesos, contándoles a qué parte correspondían y señalándola en su propio cuerpo. “Esta es la tibia, el hueso largo de la pierna. Esta la rótula, que es la parte de acá de mi rodilla. Acá la pelvis, que muestra que se trata de una mujer”, explicaba, ordenándolos en posición anatómica. Volvía a entrar en la tumba para luego salir en reversa con nuevos huesos, repitiendo el procedimiento unas cinco veces. Un fotógrafo forense registraba cada avance.
De repente, Bacigalupo -casado con una antropóloga forense colombiana a quien conoció trabajando en Bosnia- alzó un objeto de color oscuro. Era el escapulario que Arnobia había olvidado del todo, pero que disipó su angustia. La fractura de su memoria se reparó súbitamente, los recuerdos comenzaron a brotar. Que decía ‘paz y amor’ por un lado. Que del otro tenía una estampa del Sagrado Corazón, ya borrado por la humedad. Que Natalia solía llorar cuando se bañaba y no lo encontraba.
“Cuando lo vi, pensé ‘Ya, esta es mi muchacha’”, dice, mientras sus ojos marrones ganan un brillo inusitado y su rostro una sonrisa que antes no tenía.
A medida que avanzaba la exhumación, su certeza personal fue creciendo. Un segundo clímax de emoción sobrevino cuando apareció el cráneo con la cabellera marrón casi íntegra, algo que los forenses coinciden es poco usual tras tantos años de entierro. “Amonado pero como cabuya”, diría ella.
“Me pareció tan bello lo que ellos hacen. Sacar un cuerpo en huesitos y armar el esqueletico como es el cuerpo de uno, saber cuál es el de la rodilla y así con cada uno. Y luego desarmarlo huesito por huesito e irlo empacando en bolsitas”, dice Arnobia admirada, haciendo énfasis en cada diminutivo.
“Eso es una ciencia muy hermosa”.
Hipótesis para resolver un misterio
Aunque las pistas sobre el paradero de Natalia ya conducían a Santo Domingo, tuvieron que pasar 19 años para que alguien jalara las pitas, ordenara los indicios y, por último, pidiera una exhumación.
En el fondo, el proceso de búsqueda de una persona desaparecida es una investigación centrada en responder tres preguntas medulares: a quién están buscando, qué le pudo haber ocurrido y dónde sucedió.
En una primera fase, los investigadores recaban cualquier dato que les permita entender quién es la persona. A través de conversaciones con familiares y conocidos, e incluso ex combatientes de grupos armados o víctimas que se hayan cruzado con ella, documentan qué ropa o accesorios solía llevar, si tenía tatuajes o cicatrices o enfermedades, si era una víctima de secuestro que no retornó a sus hogares, o incluso un soldado, guerrillero o paramilitar cuyo rastro se perdió.
Con esa información, que contrastan con otras fuentes, arman un dossier preliminar que orienta la pesquisa y que llaman ‘ante-mortem’ -o ‘anterior a la muerte’-, pese a que uno de los paradigmas de la búsqueda de personas desaparecidas es que se presumen vivas hasta que se prueba lo contrario. Un testimonio sobre la manera de caminar de una persona puede llevar a los forenses a entender que cojeaba y que, quizás, ese rasgo podría ‘verse’ en una marca física en sus huesos. Es la osteobiografía, una técnica perfeccionada por el estadounidense Clyde Snow, que ayudó a fundar el Equipo Argentino de Antropología Forense e impulsó sus exhumaciones en los años ochenta tras la dictadura militar.
En el caso de Natalia, los investigadores de la Unidad tenían un ante mortem nutrido. Por un comentario que le hizo alguien a Arnobia en el barrio, se creía que su nombre de guerra era ‘Jimena’. También sabían que tenía un tatuaje en los nudillos, solo que –en una muestra de cuán frágil es la memoria humana- su madre creía recordar que deletreaba la palabra ‘love’. La geografía también era una pista: testimonios permitían adivinar que el ELN tenía una base de operaciones en Alejandría, a 80 kilómetros de Medellín, y que, tras un enfrentamiento en que se presume murió, su cuerpo fue llevado a Santo Domingo.
A esa información llegaron por un confuso relato familiar. Al año de haberse desvanecido su hija, Arnobia recibió una llamada del hospital de Santo Domingo, que ella inicialmente confundió con uno en Medellín. Según recuerda, le dijeron que había un cuerpo de una joven que podía ser el de Natalia, pero eran épocas de zozobra, balaceras y violentos operativos militares como Orión en la Comuna 13. A ella le dio miedo y nunca fue.
Esta cartografía, sin embargo, permitió a los funcionarios de la Unidad enfocar sus preguntas un par de décadas después en dos hipótesis: que las fechas claves eran 2001 a 2002 y que podía estar en Alejandría o Santo Domingo, separados por 20 kilómetros de densos bosques. En cada pueblo había tres lugares cuyas puertas valía la pena tocar por los archivos que podían conservar: la parroquia, el hospital y la inspección de policía.
Comenzaron enviando oficios a Alejandría a mediados de 2021. A la parroquia, que suele administrar el cementerio local, le preguntaron: ¿Ustedes tienen enterrado algún cuerpo no identificado de una mujer joven, de 2001 o 2002? Nada. Al hospital, ¿tienen una necropsia que coincida con esa descripción y esas fechas? Tampoco. A la policía, ¿ustedes hicieron algún levantamiento de un cuerpo por esa época? De nuevo nada.
Así que viraron su atención hacia Santo Domingo. De la parroquia respondieron casi de inmediato.
“Sí, tenemos dos”, escribieron. El hospital le siguió: también tenían un par de necropsias.
Una búsqueda entre anaqueles y bóvedas
En agosto de 2021, dos antropólogas de la Unidad de Búsqueda, Julia Marín y Andrea Romero, viajaron a Santo Domingo para sumergirse en los archivos del pueblo y probar esas primeras pistas prometedoras.
En el despacho parroquial encontraron una biblioteca de madera con decenas de volúmenes que listan, en orden cronológico, todos los nacimientos, bautizos, entierros y matrimonios oficiados por curas locales. Tan bien salvaguardados están que aparecieron, en letra cursiva y tinta marrón sobre páginas arrugadas, relatos de sepulturas hechas desde 1792, dos décadas antes de que la colonia de la Nueva Granada declarara su independencia de España.
Un registro, en la esquina de la página 71 del quinceavo tomo de defunciones, llamó su atención. El 19 de julio de 2002, indicaba la pulcra caligrafía, “fue sepultado canónicamente el cadáver de un N.N.”, fallecido dos días atrás. Su edad aproximada era 16 años y la causa de su muerte era violenta, según la anotación –“da fe”- del sacerdote John Jairo Yepes.
Al día siguiente, las dos antropólogas fueron al hospital, que rodea una capilla neogótica de ladrillo construida por el célebre arquitecto belga Agustín Goovaerts. En el cuarto de archivo las esperaban filas de cajas de cartón, que albergaban miles de registros médicos que el hospital está en proceso de digitalizar. Allí ubicaron la necropsia y también el acta de levantamiento del cadáver, que normalmente preservan las inspecciones policiales pero que algunas clínicas precavidas -como ésta- a veces guardan como copias de su correspondencia.
La necropsia reveló nuevas pistas: una joven había sido hallada en un sitio llamado El Manejo, en la vereda de Pradera, vestida con camiseta verde y traje camuflado. Según el documento médico, tenía “cabello castaño largo con trenza, cejas despobladas, nariz recta regular, labios delineados, dientes regulares en ambos maxilares sin mantenimiento, uñas regulares”.
Los peritos de la Unidad de Búsqueda cotejaron esos datos y las fechas de los documentos -la de presunta muerte, la de la necropsia y la de ingreso al cementerio- con el ante mortem para ver si coincidían. La necropsia mencionaba un espejo de bolsillo, con el mensaje ‘A Jimena’ grabado en el reflejo. Tres dedos de la mano izquierda llevaban tatuadas las letras N, Y y J, coincidiendo –al menos parcialmente- con el recuerdo difuso de Arnobia, además de otros tres tatuajes: la palabra ‘bebe’, con una flor en la mitad, en el dorso de la misma mano y otra flor y una T en la pierna derecha.
Los rasgos concordaban, la cronología era plausible. Había, en la jerga forense, una ‘trazabilidad’. La persona de la bóveda número 12 podía ser Natalia Andrea Cartagena, la hija perdida de Arnobia.
Dos meses después, cuando en la exhumación apareció el escapulario, tenían ya lo que en la Unidad de Búsqueda llaman una ‘identidad orientada’. Faltaba un último paso: un peritaje genético que confirmara con certeza científica que era Natalia. Porque, como suele aconsejar el respetado antropólogo forense peruano José Pablo Baraybar a sus alumnos, “hay una diferencia entre posibilidades y probabilidades: todo es posible con la ayuda de Dios pero, en lo probable, solo la ciencia lo puede decir”.
El 30 de abril de este año, tras siete meses de espera, el Instituto Nacional de Medicina Legal dictaminó que el ADN de los restos exhumados coincidía genéticamente con el de Arnobia. En palabras de Andrea Romero, una de las funcionarias de la Unidad que la ha acompañado, “juntamos esa información para restituirle la identidad que la guerra le quitó”.
Una atarraya más amplia
El caso de Arnobia abrió la posibilidad de una investigación más amplia en Santo Domingo, como parte del plan regional de búsqueda que tiene la Unidad en el centro de Antioquia.
De hecho, esa pesquisa inicial arrojó un universo más grande: descubrieron que 20 personas sin identificar fueron enterradas entre 1999 y 2008 en el cementerio, de las que descartaron dos tras establecer que una había fallecido de un accidente cerebrovascular en un hogar de ancianos y otra en un accidente de tránsito. Los restantes 17 cuerpos fueron exhumados y entregados a Medicina Legal a lo largo de esa misma semana de octubre de 2021 en que encontraron a Natalia. Hay ya una segunda identidad orientada y la Unidad está conversando con sus familiares presumidos.
En las cuatro galerías del cementerio hay, en todo caso, más misterios: decenas de tumbas con geranios plásticos e inscripciones como ‘N.N.M.’ denotan que ahí yacen cuerpos sin identificar. En total, aún quedan 50 personas sin identidad conocida allí, por lo que la Unidad de Búsqueda está trabajando en una segunda etapa de investigación con los restantes treinta cuerpos que fueron enterrados en la década siguiente al de Natalia.
Son descubrimientos que, en todo caso, no ocurren en un vacío, sino que requieren que otras instituciones se la jueguen por ayudar a esclarecer lo sucedido.
En Santo Domingo el hallazgo habría sido más improbable si el padre John Jairo Sierra y su mano derecha, Biviana Chaverra, no hubieran hecho un inventario del camposanto. Oriundo del vecino pueblo de Girardota, pero durante dos décadas radicado en Cuba y España, estaba conmovido por las historias de terror que había oído de volquetas remolcando cuerpos desde el río. Esa inquietud lo llevó a él y a su asistente hacer una lista de todas las bóvedas marcadas con un ‘N.N.’. Su primera idea había sido encontrar a los familiares de aquellos difuntos conocidos pero cuyas tumbas nadie cuidaba - los 466 “cuerpos buscando familias” que él llama. Pero pronto se centraron en los 51 cuerpos sin identificar, que creen podrían ser aún más si abren los osarios comunes. Escribieron a la Fiscalía y al Ministerio del Interior, sin recibir mayor respuesta.
En ese momento fue cuando la Unidad les escribió. En los seis meses desde entonces, el padre Sierra encontró una nueva vocación: ahora se describe a sí mismo, con orgullo notorio, como ‘capellán forense’. Por pedido de Arnobia ofició una misa tras la exhumación de Natalia y otra unos días después para los restantes 17 cuerpos. Varios curas de pueblos lo han llamado a pedirle consejo sobre si deberían inmiscuirse en este tipo de búsquedas o marginarse. “Es una forma muy concreta de contribuir a la reconciliación y a la paz interior de tantas personas que están haciendo un largo duelo”, les ha dicho. También les cuenta que rompió la tradición de llamarlos “N.N.” –del latín ‘nomen nescio’ o ‘nombre desconocido’- para decirles ‘personas no identificadas’, como en el mundo humanitario.
Arnobia, para quien la religión ha jugado un papel esencial en su búsqueda personal, cree que eso no fue una coincidencia. Al fin y al cabo, fue a través de las monjas lauritas del convento de Belencito Corazón, en la parte alta de la Comuna 13, que conoció a otras madres que buscaban a sus familiares y se convirtió en una ‘mujer caminando por la verdad’. Fue por las hermanas, seguidoras de la Madre Laura Montoya canonizada en 2013 y única santa colombiana, que conoció a sus abogadas de la Corporación Jurídica Libertad. Fue una parroquia la que tenía el indicio clave para que Natalia apareciera.
Y, claro, el escapulario.
Demoras en Medicina Legal
Pese a la tranquilidad que Arnobia dice sentir desde que vio el escapulario de Natalia, tuvo que pasar medio año para que recibiera una confirmación definitiva de la identidad de su hija.
En medio de una falta de personal forense, de un presupuesto estrecho y de una política poco clara de priorización frente a otros tipos de casos, el Instituto Nacional de Medicina Legal –otrora un referente en todo el continente- está penando para cumplir las tareas que le corresponden en el proceso de búsqueda. Sin esa respuesta oficial, sin el cruce de los perfiles genéticos de un cuerpo exhumado y de su familia, los buscadores de los desaparecidos siguen en un purgatorio.
“No debería haber tardado más de un mes. Teníamos un cuerpo con muchos indicios y una mamá que dio muestras genéticas. Son casos que, si se priorizan, se pueden resolver rápidamente”, dice Adriana Arboleda, abogada de la Corporación Jurídica Libertad, una de las organizaciones de derechos humanos más antiguas de Medellín. Fue ella quien documentó el caso de Arnobia, lo llevó a la Unidad de Búsqueda y pidió mayor agilidad a causa de la urgencia médica.
Esos tiempos están retrasando los procesos de búsqueda. A abril de este año, la Unidad de Búsqueda había recuperado 416 cuerpos, pero solo nueve tienen confirmaciones de ADN de Medicina Legal. Algunos han estado más de un año en cola. Es una de las razones por las que tomaría 66 años para que todos los desaparecidos identificados vean alguna acción de búsqueda, según un informe del Congreso del año pasado.
Aún así, hasta finales de abril la Unidad había encontrado a cinco personas con vida y había hecho la entrega digna de los restos de 142 personas a sus familiares. Para cada uno de ellos ese momento supuso una respuesta a una pregunta abierta durante años.
“Cuando uno piensa en construcción de paz, piensa en cosas inmediatas o grandes, pero también pasa por estos pequeños hechos –por aliviar el sufrimiento, la angustia, la incertidumbre de una persona- que es un gran hecho para ellas”, dice Luz Marina Monzón, directora de la Unidad y ella misma una abogada que durante dos décadas buscó a personas desaparecidas desde la sociedad civil.
Me siento muy contenta. Ver la verdad es un momento muy lindo. Tantas mujeres luchando, tantas que se han muerto sin saber la verdad, y como mamá sabiendo que es el cuerpo de la hija mía.
Una espera llega a su fin
La búsqueda de Arnobia terminará en pocos días cuando reciba, en una ceremonia solemne, los restos de Natalia. En un principio estaba previsto para este viernes, pero un retraso de la Registraduría con el certificado de defunción lo impidió.
“Me siento muy contenta. Ver la verdad es un momento muy lindo. Tantas mujeres luchando, tantas que se han muerto sin saber la verdad, y como mamá sabiendo que es el cuerpo de la hija mía”, dice. Atrás las respuestas indolentes de funcionarios públicos que le decían ‘señora, no insista, es más lo que gasta en pasajes que lo que logra hacer’. Atrás queda la atroz incertidumbre de no saber. Ya decidió que Natalia será enterrada en un mausoleo especial para víctimas de desaparición en el Cementerio Universal, pero que guardará su escapulario.
En Santo Domingo, la bóveda donde por dos décadas yació ella ya está tapada. Solo que esta vez su ocupante es una persona sin identificar, sino Evelio Antonio García, un lugareño que falleció el 26 de enero.
Aunque sigue conviviendo con su enfermedad, Arnobia tiene un nuevo ímpetu. En febrero, tras una tomografía y biopsia, le diagnosticaron un nuevo tumor cancerígeno, esta vez en la tiroides, que por momentos le causa dolores al masticar o tragar. Está esperando que los médicos le digan si requerirá una nueva cirugía, que sería la cuarta.
“Para mí fueron 20 años de lucha, de sufrimiento, de tristeza y de dolores. Saber que ya la encontramos es un descanso. Ya voy a estar más tranquilita en mis enfermedades”.